Una antifeminista en el olimpo de las vanguardias

Las primeras palabras del libro de memorias de Claire Goll, A la caza del viento (Ed. PreTextos, 2003), son estremecedoras e intrigantes:  “He conocido a grandes hombres, genios incluso: Joyce, Malraux, Saint-John Perse, Einstein, Henry Miller, Picasso, Chagall, Maiakovski, Rainer María Rilke, Montherlant, Cocteau, Dalí, Jung, Antonin Artaud, Lehmbruck, Brancusi… El rasgo dominante, en la mayoría de ellos era el fanatismo helado y la cerrazón. (…) Entre los grandes, no había ninguno tan agarrotado como James Joyce. ¿Un pez polar? ¿Un bogavante con caparazón de ostra? Respeto demasiado a los animales, aunque sean medusas o moluscos para compararlos con esa momia disecada, esa cáscara sin savia ni calor, ese fruto seco de Joyce. Desde el punto de vista humano, el fracaso más fúnebre de la creación, por más que se cuente entre los grandes logros de la literatura. Lo he aborrecido, aunque sin ponerlo al mismo nivel de execración que a mi madre, a la que odio por encima de su siniestra agonía en los campos de exterminio”.

Habremos de convenir que no resulta fácil encontrar un libro que contenga en sus primeras líneas una invitación tan convincente a ser leído. Pero la sorprendente oferta está lejos de haberse agotado porque a renglón seguido la autora anuncia: “He amado a algunos hombres y bastantes más me han amado, pero hasta los setenta y seis años [sic] no tuve mi primer orgasmo. Pese a mis aventuras y mis relaciones, tuve que esperar a que a esa edad, un muchacho de veinte años me enseñara a que una mujer podía hacer el amor de una forma distinta, no debajo del macho, en la posición sumisa del animal. No me quejo: a pesar del año del bello sexo que acaba al mismo tiempo que el año santo, a pesar del movimiento feminista, sigo manteniendo que la mujer es un ser inferior y que nunca llegará a ser igual que el hombre”.

¿Es este libro un ajuste de cuentas con la vida que le ha tocado vivir a Claire Goll? En cierto modo, sí, como todos los libros de memorias. La  autora se apresura a ponerlo en claro: “Liberada de toda ilusión, sin confundir ya valor literario y valor humano, puedo contemplar mi época con una mirada fría. Pero la edad, lejos de clarificar los episodios, no hace más que sobrecargarlos. A los ochenta y cinco años, se ve la vida por el extremo de los anteojos. Te acuerdas de unos amigos, y, más tarde, te cruzas con su hijo, que podría ser el padre de los que conociste. Siendo escolares, nos recitábamos hasta la embriaguez los versos de Rainer María Rilke, pero hoy, pese a la pasión que me puso a sus pies, su cerebralismo afectado y su romanticismo demasiado influido por Hölderlin han atenuado mi exaltación juvenil. ¿Y Karl Liebnecht, héroe revolucionario alemán cuyos artículos me hacían echarme a la calle? Quince años después de su asesinato, en París, su nuera me masajeaba el vientre y las nalgas.

¿Quién es la mujer que escribe con esta mezcla de autoridad y nostalgia, de sabiduría y desgarro, y que, por su testimonio, da noticia de que estuvo en la espuma de la creación literaria y artística europea de entreguerras? En España, Claire Goll es una perfecta desconocida, y, a la vista de las referencias que pueden rastrearse en Internet, lo es también en otras áreas culturales, excepto la de lengua alemana. Nació en Múnich en 1890, en el seno de una familia burguesa judía (era sobrina del filósofo Max Scheler), y murió en París en 1977, y durante treinta años, desde 1921 hasta la muerte de su marido en 1950, fue la esposa del poeta y escritor alsaciano Yvan Goll, también de origen judío. Ambos hicieron juntos un itinerario vital que estuvo empujado, primero, por el anhelo de una revolución estética y política, y por último, por la persecución nazi que les llevó al exilio en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. La peripecia de los Goll fue característica de su época entre los que como ellos eran escritores de vanguardia, militaban en la izquierda y tenían sangre judía.

Claire Goll dedica el primer capítulo de sus memorias a su madre, de la que ofrece un retrato implacable y feroz, presidido por el desamor de aquella mujer autoritaria y punitiva en un ambiente cerril y burgués. El vigor de las descripciones personales es uno de los rasgos más atrayentes de este libro, y resultan inolvidables cuando la autora parece resuelta a ajustar cuentas con el personaje descrito. La chica romántica que era Claire, admiradora extasiada del rey Luis II de Baviera, buscó en el matrimonio una salida al infierno familiar, pero éste resultó fruto de un inesperado embarazo y fue objeto de una sórdida negociación económica entre los padres de los jóvenes cónyuges. Luego vino la infidelidad del bisoño marido y la esposa buscó la compañía de diversos amantes. Uno de los primeros mencionados sería el editor Kurt Wolff; luego seguiría Franz Werfel, al que Claire confiesa que le debe el deseo de ser ella misma escritora. Werfel sería, años más tarde, marido de una célebre devoradora de genios, Alma Mahler, y esta circunstancia dará lugar a una de las muchas anécdotas antifeministas de estas memorias.

La cabalgata de las vanguardias

Las nuevas relaciones de la joven Claire tensan aún más el vínculo con su primer marido, del que escribe: “muy pronto dejó de concebir que una conversación pudiera comenzar de otra manera que no fuera con una bofetada”. Entonces dejó el domicilio conyugal y se acogió en la casa de Wolff.  En este punto de las memorias, Claire Studer, por el apellido de su marido, aparece arrastrada por un torrente poblado de escritores, pintores, músicos, poetas, que le llevará desde Múnich, donde vivía con su familia, a Praga, Berlín, Zúrich, París, Nueva York, etcétera, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. En enero de 1917, en plena guerra, Claire abandona Alemania y llega a Zúrich donde, por medio de los contactos que le proporciona Romain Rolland, conoce a Yvan Goll. Ambos se declaran en contra de la guerra y escriben en publicaciones pacifistas, además de estar presentes en las reuniones del cabaré Voltaire que dieron lugar al nacimiento del dadaísmo. Claire Goll ofrece un testimonio distante y perspicaz de lo que previsiblemente fueron aquellas reuniones más tarde sacralizadas por la mitología literaria, en las que no falta un sabroso e inclemente retrato de Tristan Tzara. En 1919, volvió a Múnich para vivir la caótica experiencia de la Räterepublik, dirigida por un grupo de intelectuales y poetas judíos –Kurt Eisner, Ernst Toller-, a los que conoció.  En aquella confusión de la República de los Consejos, que terminó en un baño de sangre y que sería determinante en la evolución del nazismo para su toma del poder, Claire conoció a Rainer Mª Rilke, del que fue amante y del que ofrece una demorada y sentida semblanza.

Más tarde, en París, los Goll participaron de la efervescencia del surrealismo e Yvan Goll tuvo un altercado con André Breton que selló una duradera enemistad entre ambos. Así que el papa del surrealismo es objeto de unas pinceladas que ponen de relieve su consabido carácter autoritario, inquisitorial y carente de sentido del humor, que ya desenmascaró Dalí. El mismo pintor ampurdanés es objeto de alguna de las observaciones más vivaces y crueles del libro, aunque no se puedan comparar con las que dedica a Joyce, al que conoció y trató durante bastante tiempo porque Yvan Goll ofició como secretario del novelista irlandés antes que Samuel Beckett. Joyce era, según la pintura de Claire, un personaje gélido, ensimismado en sus juegos de palabras y absolutamente despótico hacia los demás, de los que exigía que le sirvieran en negocios y encargos concretos, con absoluto desprecio hacia las propias necesidades de quienes le servían. Estos encargos iban desde la búsqueda de un apartamento para él y su familia, hasta el envío o recogida de un paquete al correo, y todo debían hacerse con prontitud, eficiencia y sin objeciones. Los apuntes que se ofrecen en este libro sobre Joyce constituyen un boceto inolvidable del autor de Ulises: su modo de trabajar, sus gustos estéticos y sus manías sociales, la desolada situación de su mujer, Nora Barnacle, sumida en la condición de criada ignorante, el amor por su hija Lucia, que enloqueció, o el final de su hijo George, alcohólico.

El ‘asunto Goll’

Pero no todos los personajes que habitan en estas memorias son objeto de un relato tan preciso. En la mayor parte de los casos, Claire les dedica una observación impresionista, que en ocasiones puede ser casi circunstancial. Henry Miller acudió a ver a los Goll para publicar sus escritos en la revista Hémispheres, promovida por Yvan, y Claire dice de él: “después de Joyce, es el hombre al que más odio”, “me daba ganas de vomitar”, “aquel siniestro bufón nos inundaba de cartas en las que sólo hablaba de sí mismo, mezclando las baladronadas con las declaraciones perentorias”. Los juicios de Claire no siempre son tan brutales. Los retratos masculinos nunca son benevolentes o edulcorados, de acuerdo con la norma general que ha dejado estampada en la introducción de sus memorias, pero sí contienen a menudo curiosidad, admiración, humor y ternura. Es obvio que Claire Goll se sentía atraída por el magnetismo intelectual y emocional de aquellos hombres, aunque su contacto a menudo le decepcionara y en ocasiones le repeliera: Jung, Antonin Artaud, Fernand Léger, André Malraux, Vicente Huidobro, Picasso, Kokoschka, Grosz, Mondrian, Saint-John Perse, Chagall, son algunos de los personajes convocados en estas memorias y que aparecen trazados con una eficiente mezcla de sentido de la observación, perspicacia para el detalle significativo y pericia narrativa para desentrañar el sentido del personaje y de su entorno.

El interés mayor de esta crónica personal no está sin embargo en los retratos al instante de estos muy famosos personajes, que en general no difieren de las observaciones que pueden leerse en otros relatos de la época, sino en la perspectiva de la retratista. En tanto que mujer, no era vista por los endiosados personajes a los que trataba sino, ocasionalmente, como un objeto del deseo. Las descripciones de Goll hubieran extrañado, y sin duda irritado, a los retratados, no sólo por el perfil que ofrecen en la página sino por el hecho de que fuera la señora Goll su autora. En las ocasiones en que estos genios se acercan a ella es para cortejarla o, más rudamente, para exigirle algún servicio sexual.  En estos casos, los tipos aparecen sellados con la marca del ridículo o de la ruindad. El gimoteante Jacques Audiberti, que  pretendió a la autora, resulta patético, pero, en mi opinión, la anécdota más impresionante la protagoniza Paul Celan. Este reconocido autor, superviviente de los campos nazis y uno de los autores canónicos de la literatura del Holocausto, aparece en estas memorias en trance de violar a la autora, aprovechándose de la hospitalidad de ésta, que lo rechaza con un resuelto bofetón. Celan, lloriqueante, se prosterna a sus pies y le suplica que guarde silencio sobre el incidente, lo cual hizo Goll, hasta el momento en redactar sus memorias.

La relación de Claire Goll y Paul Celan ha dado lugar a uno de esos intrigantes enredos que son objeto privilegiado de biógrafos e investigadores literarios y que ha quedado para la historia como l’affaire Goll,  no referido precisamente a la desagradable escena que cuenta Claire en sus memorias sino porque ésta acusó a Celan de haber plagiado algunos poemas de su marido. Las investigaciones habidas sobre este asunto han revelado que Claire Goll manipuló algunos poemas de Yvan Goll para crear la falsa prueba del plagio. La historia está recogida en un ensayo de J. M. Coetzee contenido en su libro Mecanismos internos. En la versión de Coetzee, “Claire, la mujer de Goll, se enfrentó a Celan, en su versión de los hechos,  y llegó a acusarlo públicamente de plagiar algunos de los poemas alemanes de su marido. Aunque las acusaciones eran maliciosas y posiblemente hasta dementes, amargaban tanto a Celan que este se convenció de que formaban parte de una conspiración en su contra”. Más adelante, Coetzee llega a sugerir que el acoso de Claire Goll pudo estar entre las causas del suicidio de Celan: “Este suicidio demostró que ser un gran poeta alemán y al mismo tiempo un joven judío centroeuropeo crecido a la sombra de los campos de concentración era una carga demasiado grande para un hombre. En un sentido profundo, este veredicto sobre el suicidio de Celan es certero. Pero no podemos descartar causas más mundanas como la prolongada y enloquecida venganza de Claire Goll o la naturaleza de los cuidados psiquiátricos que padeció”.

El segundo sexo

El libro de Claire Goll es una vindicación de su vida, pero también contiene una interrogación sobre el sentido de ésta. A la postre, Claire  vivió esta clase de existencia,  y conoció a los personajes que pueblan sus memorias, porque fue durante treinta años la compañera del poeta Yvan Goll. Quiso a su marido con locura, a pesar de las constantes infidelidades de éste y su compulsiva atracción por otras mujeres, y si ella misma se embarcó en la cama de otros hombres fue para provocarle celos. Los momentos en que Claire describe los abandonos de Yvan y, más tarde, su agonía y muerte, son de una excepcional intensidad. No hay posibilidad de engaño en este punto. Para decirlo en sus propias palabras, “¿Cómo iba a vivir sin Goll?, me preguntaba a menudo. No soy una mujer de letras enteramente consagrada a su obra y, si Dios me hubiera dado a elegir entre un inmenso talento y un amor resplandeciente, habría elegido el corazón. No me imaginaba encerrada en una torre de marfil que nunca he construido ni buscado. Mi vida estaba con Goll y sólo tenía sentido a través de él”. Algunos poemas de Claire Goll procedentes de una antología de poesía femenina alemana están traducidos al castellano. Fueron escritos a la memoria de Yvan, recuerdan su muerte y expresan el sentimiento de pérdida y la esperanza del reencuentro casi en los mismos términos en que aparecen en estas memorias, lo que indica la importancia de este acontecimiento en la vida de Claire. Son poemas elegíacos, de intenso y conmovedor lirismo, que revelan a una poeta valiosa, que, como ella misma se reclama, primero y sobre todo fue esposa de otro poeta.

Esta dependencia de su marido aparece en las memorias elevada a la categoría de convicción filosófica. Claire creía en la superioridad de los hombres sobre las mujeres y dedica un capítulo, que está entre los más provocativos y originales del libro, a explicar su credo antifeminista. Lo hace no sin argumentos, unos convincentes y otros banales,  y lo ilustra, una vez más, con el retrato de cuatro mujeres excepcionales de su época: Helena Rubinstein, Sonia Delaunay, Elsa Triolet y Gala Dalí, que, por cierto, tienen en común su procedencia rusa y de las que Claire, con su característica expresividad, escribe: “los pogromos zaristas produjeron lobas terriblemente dominantes que con una voluntad de hierro intentaban vengarse de la crueldad del mundo”.

Helena Rubinstein es la única de las cuatro que desarrolló una carrera independiente con su gigantesco negocio de cosméticos, pero Claire revela que, a la postre, no pudo sustraerse a la necesidad de ponerse a la sombra de un hombre, en este caso un alcohólico con un improbable título nobiliario georgiano, “capricho tanto más insensato cuanto que su título de gloria no era ser esposa morganática de un Gourielli tan mediocre como oscuro, sino ser Helena Rubinstein”, concluye Claire. En cuanto a Sonia, Elsa y Gala, fueron mujeres excepcionales, compañeras de hombres también excepcionales. Claire observa sin embargo que el comportamiento de todas ellas estaba supeditado al de su hombre, que era el verdadero creador de la pareja: “Totalmente al servicio de su marido, concentran su poder y su energía en su éxito. El suyo propio no les interesa. Si tuvieran la posibilidad, no abandonarían el hogar. Pero si salen es para sacrificarse por su héroe. Madres abusivas, esposas feroces, un frenesí de poder las habita, pero el único poder que tiene valor a sus ojos es el que ejercen sobre el hombre del que están en posesión”. Esto era así incluso en el caso de Sonia Delaunay, que aparece en ocasiones en plano de igualdad con su marido Robert (en 2003, el Museo Thyssen de Madrid expuso una muestra conjunta de ambos), pero que en realidad aplicó su enorme competencia como artista plástica a la decoración de interiores y al diseño de telas –tenía un boyante negocio en este ramo-  para fomentar la carrera artística de su marido, renunciando a exponer su propia obra para no obstaculizar a éste. Cuando Claire describe estas circunstancias encuentra una confirmación de sus creencias: “ahí radica su mérito”, dice.  El caso de Gala en relación con Dalí es más conocido. En la versión de Claire Goll, lo que aquélla hizo con el artista catalán fue impulsarle para que venciera su patológica timidez y sacara fuera, con buen provecho económico, el mixtificador y provocador que era por naturaleza. “Cada vez que veo a Dalí, imagino a Gala detrás de sus gesticulaciones delirantes, acurrucada como una araña; me parece oír su voz: la vida es un teatro, una comedia siniestra… tú eres el más grande, tienes derecho a todo, búrlate de ellos, límpiales los bolsillos, róbales, es lo único que merecen”.

El carácter secundario de la condición femenina, en el que cree Claire Goll, no remite, en su caso, a estructuras tradicionales de la familia o del matrimonio. Es, simplemente, una especie de constatación nacida de su experiencia que ella eleva a la categoría de verdad universal. Esta desigualdad, sin embargo, no tiene por qué traducirse en formas de dependencia económica o moral: “Antifeminista y sometida al macho, tengo por principio no depender de nadie. Puesto que el hombre no está a cargo de la mujer, ¿por qué debería vivir ella mantenida por su marido o por un amante?”. De modo que el antifeminismo de Claire probablemente sólo pueda entenderse en el ámbito en el que ella vivió toda su vida: el de las vanguardias artísticas. Como puede adivinarse por estas memorias y se sabe de otras fuentes, los personajes que formaban estos movimientos constituían una curiosa mezcla de ambición y riesgo intelectual y de sentimientos y rutinas sociales perfectamente tradicionales. Luis Buñuel es un ejemplo paradigmático y bien conocido. Las vanguardias constituían un mundo de valores masculinos, no muy diferente en cierto sentido al de las bandas de delincuentes urbanos. La lucha era el rasgo principal de este mundo azaroso y cambiante, y en él primaba la acción, el sectarismo, la competitividad, el exhibicionismo y la voluntad de poder. En todo caso, la emancipación femenina no estaba entre sus objetivos. Después de todo, lo que hoy llamamos liberación de la mujer es un hecho en primer término sociológico, no estético. Pero, al mismo tiempo, las mujeres que formaban parte de estos grupos, aunque no todas, eran personas ilustradas  con un alto sentido de su libertad en lo sexual y en lo económico, y las más avispadas de entre ellas, las que cita Claire, además de fortaleza de espíritu, mostraban una gran competencia para la manipulación de su entorno y para la dirección de sus negocios, que incluían la creatividad de sus compañeros. Pero su obra artística, si la hubo, quedó siempre a la sombra de la de ellos. Claire Goll constata este hecho y lo explica desde su particular y apasionado punto de vista.

¿En qué medida hay alguna forma de resentimiento retrospectivo en esta enfática convicción antifeminista? Claire e Yvan Goll han pasado a la historia juntos, debido en gran parte al esfuerzo de Claire por reivindicar la obra de su marido después de la muerte de éste, pero Yvan Goll no fue un artista de las dimensiones de Dalí, Eluard o Delaunay. Fue poeta, publicó algunas novelas (“Sodoma y Berlín”, 1929) y estrenó algún drama (“Mathusalem”, 1919), pero, por lo que se deduce de las memorias de Claire, fue también y sobre todo, un  agitador cultural, colaborador de otros artistas, editor de revistas literarias y periodista, todo lo cual dejó escasa huella en los renglones mayores de la historia literaria y artística. En la actualidad, una  fundación administra en Alsacia el legado conjunto de Claire e Yvan, pero, por mor de las divisiones nacionales imperantes, que tan exactamente recoge Internet, ella sólo aparece en las páginas de la red redactadas en alemán y él, en las de  ámbito francés, aunque ambos escribieron en las dos lenguas (estas memorias están originalmente redactadas en francés).

El exilio

En 1939, los Goll comprendieron de inmediato el peligro que se cernía sobre Francia y se embarcaron hacia Estados Unidos, donde permanecieron durante toda la guerra y, por causa de la leucemia que contrajo Yvan, prolongaron su estancia hasta 1947. Entretanto, la madre de Claire murió, como millones de judíos, en las cámaras de gas. La muerte de esta mujer intensamente detestada resuena en la evocación de su hija: “Cuando mi madre entró en el campo de deportación, con un fardo que contenía su abrigo de invierno, creyó que había llegado al colmo de sus penalidades, y cuando le quitaron hasta el abrigo, ocupó una esquina del dormitorio en la certidumbre de que ya nada le pasaría. ¿A quién podía perjudicar aquella vieja enflaquecida? Junto a sus hermanas, deportadas al mismo tiempo, mi madre esperó a que dispusieran de ella. Amenazada por los perros, quizás azotada, sin más horizonte que las alambradas, aún creyó que le dejarían un sitio para esperar la muerte. Pero incluso su final estaba programado por los fascistas, y a la hora elegida por ellos cruzó con sus dos hermanas la puerta de la cámara de gas”.

En Estados Unidos, los Goll participaron, una vez más, en las iniciativas culturales del exilio francés, puestas al servicio de la causa de De Gaulle, pero también se encontraron con un mundo muy diferente al parisino, cuyo contraste Claire describe con su habitual plasticidad. Frecuentaron la agitación cultural que sacudía entonces el barrio de Harlem e hicieron amistad con el escritor afroamericano Richard Wright. En Estados Unidos se produjo la reconciliación con Breton y fueron huéspedes de las colonias para artistas patrocinadas por millonarios americanos, en las que la abundancia de recursos materiales para favorecer la creación se daba en un ambiente de mojigatería moral que fomentaba la hipocresía: normas de convivencia monástica salpicadas de orgías secretas bajo el temor a ser expulsados de la colonia con la consiguiente pérdida de las ayudas para la subsistencia. Fue en una de estas colonias donde Claire oyó por primera vez de boca de una joven artista norteamericana las primeras ideas sobre el derecho de las mujeres al propio cuerpo y al placer, enunciadas en un lenguaje crudamente clínico. Para el borroso romanticismo sexual de Claire, estas nociones constituyeron un choque por el que no oculta su repulsión, pero respondían a una realidad para ella inexplorada que aún tendría ocasión de descubrir en forma del primer orgasmo más de veinte años después, por la pericia de un amante adolescente.

Los últimos años del exilio americano se desarrollaron bajo la sombra de la enfermedad de Yvan, cuya gravedad ella le ocultó durante todo el tiempo que le fue posible. A la vuelta de la pareja a París, el mundo que dejaron en la preguerra había cambiado por completo. Los Goll encontraron su antiguo apartamento saqueado por los nazis y ellos empobrecidos, sin recursos económicos y sin trabajo. Otros mandarines (Sartre, Camus, Beauvoir) dictaban el gusto literario y  los viejos amigos habían desaparecido en la guerra o sobrevivían de mala manera, excepto los que habían conseguido instalarse con provecho en la nueva situación. Claire relata el reencuentro con Artaud, destrozado tras su paso por el manicomio de Rodez, pero también la mezquindad de Chagall, que torturaba a su joven esposa por cuestiones de dinero cuando por primera vez en su vida nadaba en la abundancia, o el circo que rodeaba a Picasso, o la visita que hubo de hacer a Malraux para implorarle que evitara su deshaucio por impago, y al que encontró convertido en un grandilocuente ministro de De Gaulle. Es éste último tramo el más sombrío de las memorias de Claire Goll, en el que se revela que ella ha muerto  en cierta medida con la muerte de su marido y la desaparición del mundo en el que vivieron juntos. El balance final a tantos anhelos y trabajos es, como siempre, injusto: enfermedad, pobreza, olvido, y el consiguiente desprecio de los triunfadores.

Pero Claire Goll no cae en la autocompasión y cree que, después de todo, ha valido la pena. A la caza del viento, el título de estas memorias, pertenece a los célebres versículos del Eclesiastés referidos a la vanidad.  En el último párrafo de su libro, Claire remacha bellamente esta idea: “La vida es un sueño que uno atraviesa como un sonámbulo. Un espuma risible, un poco de niebla para envolver unas horas que tenemos contadas. Por un breve momento, nuestra mente ocupa una funda gelatinosa. Hay que sacar todo lo que pueda de ello. Yo he hecho lo que he podido: he dado mucho amor y he recibido aún más. De mis días y de mis noches, es todo lo que me queda”. El lector podría añadir que, además, queda el eco de su vehemente existencia y el placer del conocimiento que otorga su testimonio. Tal vez Claire Goll no fue una excepcional poeta, ni, como ella afirma, pretendiera serlo, pero tiene ganado un lugar de honor en la literatura memorialística del siglo XX.