El mundo como voluntad y representación. Toda la fuerza que alienta en la vida para crecer, fortalecerse, diversificarse y multiplicarse termina en una representación, trágica o cómica, según los casos, pero teatro al fin. ¿Se imaginan los millones de años de evolución que fueron necesarios para que el pez payaso terminara siendo lo que es, un pez payaso, del que no se conoce más función en los océanos que estimular la curiosidad de los submarinistas y la diversión de los niños en el acuario? Al asistir a sus evoluciones en la urna acuática, podemos imaginar el sentimiento que embarga a los independentistas catalanes. Tantos años de manifestaciones y manifiestos, de proyectos y emociones, de fórmulas y conspiraciones, tanto ir y venir, arriba y abajo, envueltos en las escamas rutilantes de las banderas, para que, al final, don Rajoy les pregunte, ¿han declarado ustedes la independencia? La evolución avanza de manera inesperada. Es seguro que si la naturaleza se rigiera por un sistema democrático no hubiera aparecido en el horizonte el tiranosaurio rex. Don Rajoy, devenido naturalista, ha descubierto que la sociedad humana tampoco se rige por un sistema democrático, aunque lo parezca. En el caso de unos porque por debilidad se saltan las reglas convenidas y en el caso de otros porque por fortaleza las utilizan a su beneficio.
El independentismo catalán ha conseguido robustecer al centralismo español en un doble sentido: porque ha favorecido la acumulación de capital, es decir, de poder financiero, en el centro geográfico y político del país y porque sin duda ha reafirmado a don Rajoy y a lo que representa en la cúspide institucional del sistema. Cada vez somos más los españoles proscritos, unos por independentistas, otros por podemitas, otros por equidistantes y otros por flojos o distraídos. Queda el consuelo de que seguimos siendo clientes de los bancos y de las eléctricas. La fuerza centrípeta del centralismo se advierte en la concurrencia física de las elites políticas y económicas –constitución + ibex35 en paridad de poderes, como se ha visto estos días- y en esa parte del pueblo llano que se cree que está en un partido de la selección de fútbol y corea aquello de soy español, español, español. Esta españolidad, la única posible desde que se construyó a trancas y barrancas la nación en el siglo diecinueve, encontrará su manifestación jurídica en la, más próxima que lejana, aplicación del ciento cincuenta y cinco. En ese momento se habrá desplomado el llamado régimen del setenta y ocho. No se puede invocar la legitimidad de una constitución que mantiene inhabilitados políticamente a dos millones y pico de sus ciudadanos y en la cárcel a un puñado de sus dirigentes políticos. Estas cosas ya han ocurrido antes, con resultados sabidos.
Algunos de la generación del 78 nos sentimos invadidos por un amargo sentimiento de derrota y fracaso. No porque aquel comienzo fuera especialmente exultante sino porque todo lo que está ocurriendo emite un aceitoso tufo decimonónico. Los argumentos independentistas, rebozados de carlismo, mitos de aldea, anacrónicos sentimientos supremacistas y deliberadas falsedades, y la respuesta del estado, fría como el hierro de la ley bajo la que apenas se oculta la colusión de intereses económicos y políticos –gran capital y guardia civil- que identificamos históricamente como españa. Este año la cabra de la legión tendrá más fans que nunca en el desfile de la hispanidad.