Resaca, autocrítica, desprogramación, todo un glosario léxico perteneciente a campos semánticos conexos con derrota sirve para describir los síntomas del estado actual del aciago prusés. De repente, como quien da parte de un siniestro a la compañía de seguros, los que promovieron la intentona reconocen que Cataluña no tenía recursos para sostener la independencia, que la república nunca fue proclamada, que aceptan la multa del ciento cincuenta y cinco, que hay otras opciones alternativas a saltarse todas las señales de stop, y, por último, qué carajo, ni siquera los catalanes quieren la independencia. Debe ser la primera vez en la historia de España en que un relato épico termina como un vodevil, de lo que debemos felicitarnos porque históricamente ha venido ocurriendo lo contrario y, a pesar de que unos y otros tenemos la memoria llena de sangre y pólvora, en esta ocasión no ha pasado nada irremediable. Es fácil imaginar cómo podría haber terminado la misma situación solo cuatro décadas antes.
Así pues, si hemos de atender a sus promotores, la independencia de Cataluña no solo no ha tenido lugar sino que era imposible que lo tuviera en estas circunstancias y con estos recursos. Fue un proyecto alocado y alucinatorio desde el principio. La buena noticia es que esta erupción carlistoide no se repetirá previsiblemente en bastantes años, quizás tanto como en una generación; la mala, es que deja detrás un estropicio político y social y la huella de un problema al parecer insoluble. Volvemos a la casilla de salida. Dos cuestiones inquietantes deja este embrollo sin respuesta: La primera, ¿qué llevó a los dirigentes independistas a forzar hasta un límite insoportable una aventura que ellos, en primer término, y todos los que les observaban de fuera sabíamos que no tenía ni pies ni cabeza?, ¿cuál era el grado de alcohol en sangre de los conductores del vehículo? La segunda cuestión se formula así: ¿cómo fue posible que millones de ciudadanos de una sociedad altamente desarrollada y bienestante, según los estándares europeos, fueran seducidos, activados y movilizados para secundar una empresa sin sentido ni futuro?, ¿cómo es posible que el seguimiento de esta quimera se hiciera con toda deliberación a coste de abrir una brecha de muy difícil sutura en la sociedad?, ¿cómo es posible que se dañara a tanta gente para nada?
Y aún quedaría, a modo de coda, una última pregunta cuando todavía están desmontando del atrezo de la farsa: ¿cómo es posible que sus promotores intenten protagonizar una nueva edición de lo mismo presentándose a las elecciones? Hay algo que hace a los dirigentes independentistas inequívocamente españoles: no dimiten nunca. Antes presidiarios que dimisionarios. Hagan caso a don Rajoy y quédense en casa. Por el bien de todos.
Tus preguntas sobre los independentistas sugieren otras sobre los nacionalistas españoles igual de aterradoras. Los catalanes han despertado a la bicha que tantos daban por muerta pero la bicha sigue ahí, viva y en el gobierno. Al final uno piensa que los de Puigdemont eran, son, unos insensatos, ¿pero no es comprensible querer irse de este país?