En el ataque de furor punitivo que se ha adueñado del ánimo del gobierno y del pepé, acosados por los malos vientos electorales, el ministro de justicia, don Catalá –un personaje que parece un jefe de negociado virado en charles bronson– ha anunciado que se prohibirá por ley el indulto a los condenados por sedición y rebelión, es decir, que a los dirigentes independentistas catalanes les espera trullo para los restos. No se sabe hasta qué punto los electores se sienten motivados a dar su voto porque unos tipos que no les han hecho nada en lo personal estén en la cárcel toda su vida, pero los apacibles y modernos ciudadanos, que ahora compiten con el pepé por el mismo caladero electoral, ya se han apresurado a apoyar la iniciativa. Les tricoteuses que rugían al pie de la guillotina eran poco numerosas, aunque motivadas y bullangueras, y, en último extremo, la revolución francesa sería inimaginable sin ellas, del mismo modo que la derecha española es inimaginable sin ese macizo reaccionario que no puede conciliar el sueño si su adversario no duerme bajo siete llaves o, preferiblemente, bajo el barro de una cuneta. Los chavales de la transición nos educamos en la tranquilizadora idea de que las elecciones se ganaban en el centro; es obvio que estamos en otra época.
El indulto es una institución tan arraigada en el país que incluso tiene su folclore de primavera cuando cristo mismo señala con el dedo de su gracia al robagallinas que ese año recibirá el perdón. Es el trickle down effect de la magnimidad del poder. El milagro es tan emotivo que el gobierno ha venido aumentando estos años el cupo de los indultados divinos. Pero, al margen de la coartada del folclore, el indulto es el indicador de la afinidad del poder con el delito, y con el delincuente que lo ejecuta. No por casualidad, el cristo que indulta se llama jesús el rico y tiene escaso parecido, excepto en las barbas, con el crucificado. Hay acciones del gobierno o de las instituciones políticas –las que constituyen el amasijo de la corrupción, por ejemplo- que son delito porque lo dice el código penal pero no en el ánimo ni en la conciencia de la gente ni de los gobernantes; y el estado es muy cuidadoso a la hora de imputarlos, y, en caso de condena, se muestra presto al indulto, que solo se niega al enemigo.
Lo que nuestro ministro de justicia quiere decir cuando anuncia la prohibición por ley del indulto para estos específicos delitos es que resulta metafísicamente imposible que la sedición y la rebelión le sean imputables a él mismo o al gobierno al que pertenece, porque ningún gobierno conspira contra sí. El sedicioso es el que pretende moverle la silla y no el que está sentado en ella. Los indultos son para los amigos. Pero ¿qué ocurrirá cuando el gobierno necesite del apoyo parlamentario de partidos afines a los sediciosos en la cárcel? Pues, simplemente, que derogará la brava ley que ahora pregona el ministro. Sin indultos políticos, pues de esos se habla, este país sería inimaginable. En nuestra descacharrada historia hay indultados modélicos, incluso después de muertos, como mi paisano don José Sanjurjo Secanell. Este generalote sirvió a la monarquía de Alfonso XIII, a la dictadura de Primo de Rivera y a la Segunda República, luego conspiró contra esta última, fue juzgado y condenado a muerte, indultado por el gobierno de la derecha, volvió a conspirar contra la república, esta vez ganaron los golpistas pero no pudo disfrutar del triunfo porque había muerto en un accidente de aviación, así que sus restos recibieron durante cuarenta años los honores de un enterramiento en el pabellón de los héroes hasta que fueron exhumados hace un año y pico en cumplimiento de la ley de memoria histórica (otra ley que se cumple según y cómo), para ser acogidos en otro pabellón militar con nuevos honores. Todo un personaje este Sanjurjo: servidor del estado, sedicioso y rebelde, condenado, indultado, de nuevo sedicioso, enterrado con honores, exhumado, de nuevo enterrado con honores, un no parar. La historia de España en carne viva, y muerta.