La jubilación ha dejado de ser esa fase declinante de la existencia que se atraviesa entre el cuidado y el desdén antes del último suspiro. Para el gobierno, los jubilados eran el ejército de terracota de Xian, fiel, disciplinado e inerte, que, de repente, ha cobrado vida y se ha puesto en marcha, como en una peli de género fantástico. Al ver salir a esa infantería desportillada del reducto subterráneo donde estaba confinada y dirigirse ¿a dónde?, el poder y sus voceros han entrado en pánico. Un chambelán cretino y mal intencionado intenta pararles los pies arguyendo que no les ha ido tan mal mientras permanecieron inmóviles; la bruja maléfica del capitalismo mundial sugiere que deberían morirse antes; el guardián del tesoro advierte que esos rebeldes cenicientos poseen viviendas en propiedad y podrían venderlas si la pensión no les da para comer todos los días del mes… Una cacofonía estridente e iracunda se ha desatado en las alturas que nos gobiernan a la vista de la explosión yáyica.

Esta rebelión de las momias se debe al mercado, que todo lo pone en valor. Por el mercado mueren los manteros de Lavapiés y  por él se alzan en rebeldía los viejos en este final de invierno frío e incierto. Desde que el mercado ha vampirizado a la sociedad, hace de eso ya una buena temporada, la jubilación dejó de ser el periodo plácido y bobalicón de espera al borde de una obra pública, mientras se comenta el trabajo de los albañiles. Los amables chistes de otra época carecen por completo de significado y de gracia. Los yayos españoles, como los niños de los telares de Bangladesh, tienen una importancia clave en el funcionamiento del tinglado. A expensas de su bolsa y de su tiempo, ambos escasos y ganados con el esfuerzo de toda la vida, los jubilados dan comida y hogar a sus hijos desempleados y cuidan de los nietos en los disparatados horarios a los que obliga el régimen laboral de sus padres precarizados; mientras, sufren los recortes de servicios públicos de salud, medicación y atención a la dependencia y constatan cada mañana que pueden comprar menos alimentos con el mismo dinero que el día anterior y que la calefacción doméstica deberá estar inactiva más horas que ayer. Y cuando la paciencia está a punto de desbordarse, reciben una carta del patrón, que les anuncia triunfalmente una hiriente subida limosnera de la pensión.

La palabra de moda en política – transversal–  resulta pertinente  y ya parece que abarca toda la existencia humana. Es esta una sociedad en la que es difícil nacer y en el que envejecer se ha vuelto un quehacer duro, desapacible y desesperanzado, y, entre ambas circunstancias biológicas, un periodo más o menos largo en el que tendrá lugar la corrosión del carácter de los individuos, para decirlo con el atinado diagnóstico del sociólogo Richard Sennet. Los viejos que estos días se han echado a las calles no lo hacen para sí mismos. La necesidad ha despertado un reflejo de conciencia política y los ha llevado a convertirse en la última y quizá definitiva barricada cívica contra la dictadura de los hechos.