Don Puigdemont, detenido. Fin de la arcaica peripecia carlista del que fue presidente de Cataluña y creyó que nunca dejaría de serlo. La detención misma carece de épica, como todos los finales de la historia. En una perdida gasolinera de carretera se detiene un vehículo para repostar, los ocupantes son abordados por unos tipos que exhiben placas policiales, solicitan la identidad de los que viajan en el vehículo y comunican a su presa que está detenido. Si no fuera porque solo los más viejos recordamos cómo eran las películas de espías en blanco y negro, este sería el formato cromático de la escena, bajo el cielo báltico de color plomo. En algún tuit posterior se ha dicho que el trato hacia el detenido ha sido correcto. ¿Y qué esperaban? Ni don Puigdemont ha rendido en posición de firmes la espada que no tiene, ni los polis la han emprendido a hostias con él como si fuera un mantero. Dios, la de fantasías que crea el nacionalismo. La secuencia de la gasolinera se desarrolla como de costumbre en estos casos: los agentes informan discretamente al sujeto, está detenido por una orden del gobierno español, etcétera, tiene que acompañarnos, tiene derecho a esto y lo otro y en comisaría podrá comunicar con su abogado. Y eso es todo.  En su absurdo y desnortado periplo por el continente europeo, en el que el fugado debió creerse todo lo que su estrecho círculo de aduladores le decía, no reparó en que España es un país tributario de Alemania y que las cuitas menores del gobierno español son atendidas por el gobierno alemán con extrema diligencia mientras paguemos nuestras deudas, contraídas cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Como diría don Rajoy de sí mismo, Alemania es un país serio y previsible.

Ahora empieza la segunda temporada del culebrón. En la primera, no hubo república, ni independencia, ni fuerza para conseguirla, ni unidad de los independentistas, ni objetivos políticos claros, ni visión estratégica alguna; hubo, eso sí, mucho folclore de banderas, mucha conspiración de amiguetes, mucha sentimentalidad desbordada y mucha tabarra que dio dolor de cabeza a mucha gente. Con estos materiales y la creatividad jurídica de los autores  del auto de acusación que dirige el ya famoso juez Llarena, el estado español va a montar una suerte de causa general contra el independentismo, un juicio de dimensiones históricas, en el que desde las purgas de Stalin o el juicio de Núremberg no se había visto a tanto preboste político reunido en el mismo banquillo. A algunos de los acusados les espera más cárcel que a Albert Speer, el pelota de Hitler que levantó la industria armamentística nazi con mano de obra esclava. Y contentos con que el revanchismo reaccionario imperante se haya detenido, por ahora, en la prisión permanente revisable porque no por falta de ganas no se ha restaurado la pena de muerte. Los reos no deben confiar en que su  tránsito penal vaya a ser protestado en la calle; la justicia ahuyenta al personal. Más probable es alguna manifestación a favor de la máxima pena. Esta misma mañana ya estaba el joven líder de ciudadanos  al borde de la carretera para aplaudir al paso del  furgón policial y llamar golpista al detenido. ¿Qué sabrá don Rivera de golpes? En fin, que todo sea para bien, y a ver si ahora su delegada en Cataluña, doña Arrimadas, se decide a intentar un gobierno que suture las heridas abiertas por el prusés, como es su obligación de cabeza de la lista más votada en las elecciones.