Necesitamos imperiosamente una anécdota. Un hecho o un dato en el que podamos fijar la atención, que sea inmediatamente inteligible, y nos permita salir del laberinto o, al menos, creerlo. Ahí está la puerta, no era tan difícil. La excesiva complejidad de una situación no estimula sino que debilita la capacidad cognitiva y nos sume en el desasosiego. Desde el jueves pasado, la sociedad española ha estado sometida a una descarga masiva de derecho procesal y penal, adobado de semántica, política, sociología y ética, por decir lo menos. Atrapados en el túnel sin salida de la sentencia de la manada, decenas de miles de ciudadanas y ciudadanos han manifestado su opinión como quien horada un muro infranqueable. Pancartas vindicativas, artículos de prensa, intervenciones en televisión, miríadas de tuits y mensajes en red, charlas de sobremesa, han conformado una atmósfera irrespirable, entre la explosión social, la quiebra de los poderes del estado y el desánimo del espíritu.

Hasta que ha llegado el ministro de justicia y ha pinchado el globo. El tristemente famoso juez del voto particular tiene un problema singular que todo el mundo conoce, ha proclamado don Catalá con la boca entrecerrada como quien desliza una confidencia de la que es receptor todo el país. ¿Qué problema? Ah, eso ya lo sabe el poder judicial, que ya debiera haber tomado medidas contra él. De repente, la cuestión de los derechos de la chica violada por cinco matones, con todas sus derivadas y consecuencias, se desplaza al problema singular del juez, el cual queda bajo sospecha, más allá de que en el pasado haya sido sancionado en diversas ocasiones por injustificado retraso en la redacción de sentencias, un modus operandi que también se ha detectado en el largo tiempo que el tribunal se ha tomado en este caso para redactar la sentencia. El juez parecía haberse buscado con su repulsivo voto absolutorio la revelación de su problema singular, del mismo modo que doña Cifuentes se ganó con su terquedad que alguien desvelara su problema singular con los productos de cosmética del supermercado. Es el sentido de estado del  gobierno del pepé y su toque especial para la gestión de las crisis, que lleva jubilosamente al abismo. De momento, el ministro ya ha conseguido que se abra una guerra entre los poderes ejecutivo y judicial, en la que los togados piden su cabeza. Pónganse a la cola.

Don Catalá no solo es el primer ministro de la democracia reprobado por el parlamento, es también por carácter y afición un enredador, un nota, inquietante e insidioso, al que la cartera de justicia le cuadra como a un cristo dos pistolas. A menudo parece el famoso señor Lobo, sin la pericia de este para la resolución de problemas.  En esta versión de pulp fiction en la que vivimos, las anécdotas, como en el filme original, se encadenan maravillosamente, y he aquí que el pesoe ha apoyado las declaraciones del ministro. El apoyo ha venido de doña Robles, durante años factótum socialista en la gestión de las cuotas y beneficiarios en los órganos del poder judicial, y en consecuencia excelente conocedora del verdadero significado que tiene en esta democracia la expresión separación de poderes. Pero, doña Robles, ¿no habían reprobado al ministro? Pues sí, pero para según qué. La reprobación es otra anécdota.