Al parecer, es un bulo la atribución a don Zaplana de la sentencia, estoy en política para forrarme. Si no lo dijo, es obvio que lo pensó, pero, como es sabido, el pensamiento no delinque… hasta que se convierte en acto. Habremos de convenir que si alguien piensa seriamente  en asaltar las arcas del estado -o el banco de Inglaterra, para el caso-, necesita algo más que una ocurrencia fugaz; ha de estar motivado por un designio o una vocación irrefrenable, y debe dotarse de un plan y de complicidades para ejecutarlo. Luego, todo es cuestión de oportunidad y de un clima de opinión que considere inimaginable que pueda robarse al estado o que pueda asaltarse el banco de Inglaterra. En esta inopia colectiva se dan los grandes golpes, que dejan imborrable memoria. Hoy ya sabemos que el país ha estado y está gobernado por una muy bien organizada banda de saqueadores. Una organización criminal, como se apunta en alguno de los autos de procesamiento de los miembros de esta proliferante mafia que conocemos como el pepé (*).

Llamar elite extractiva a esta organización y a sus prácticas es una fineza pero también un precisión pertinente, pues, en efecto, toda su actividad –delictiva o no- nace del designio original de privatizar el estado, su patrimonio y sus servicios, a favor de particulares de la propia organización o de la  órbita de sus redes clientelares. Eso explica la rutinaria reiteración de las operaciones delictivas y de los nombres de quienes las ejecutan en los territorios donde la organización tenía una holgada mayoría parlamentaria: Madrid, singularmente, pero también Valencia y Baleares, como principales cotos de caza.

El saqueo es política de estado y, a estos efectos, se pueden distinguir dos fases del proceso. La primera, que podríamos calificar de fase activa y a la que corresponden los casos que ocupan ahora a la policía y a los tribunales, tuvo lugar hace ya unos cuantos años, bajo el mandato aznárida, y corresponde a la transferencia de activos públicos a manos privadas en una atmósfera de desenfadado amiguismo, crédito fácil y dinero abundante, que sirvió para anestesiar la réplica social y política. Nadie dijo nada, aunque las irregularidades estaban a la vista de todos, pero ¿a quién le importa si hay o no corrupción en una operación municipal cuando una triste parcela de suelo rústico se convierte en una mina de suelo urbanizable y el banco casi te regala el crédito para comprar una vivienda? La segunda fase del proceso es rajoyesca y viene arrastrada por la crisis financiera. Entonces se esgrime el falso mantra de que vivíamos por encima de nuestras posibilidades para justificar un brutal ajuste de cuentas destinado a que sean las clases trabajadoras y la población más vulnerable las que paguen la vajilla rota: devaluación salarial, precarización del empleo, desahucios de morosos, recorte de servicios públicos, ataques inmisericordes a la sanidad y a la educación, y así hasta ahora.

Dos cuestiones quedan pendientes: ¿Sobrevivirá el pepé a este ciclo de saqueo para beneficio propio y de penitencia para los demás? y ¿qué vendrá después? Para la primera pregunta, la respuesta es incierta. En una sociedad mineralizada, las mutaciones tienen lugar en un tempo geológico y, ahora mismo, la banda protagonista de este sindiós no ha perdido el primer puesto en las preferencias electorales de la ciudadanía. La segunda respuesta aún es más borrosa. No se podrá, previsiblemente, repetir el ciclo, pero sus efectos no serán corregidos. Lo hecho, hecho está y el que venga detrás, que arree. Lo único seguro es que aún asistiremos a nuevos telediarios con más detenidos, más imputados, más juzgados y, con suerte, más condenados.

(*) Postdata, cuarenta y ocho horas después. El pepé se convierte en el primer partido condenado en democracia por corrupción. Lo que era una observación indiciaria se ha convertido en una convicción jurídica y penal: estamos gobernados por una banda de salteadores.