Toda formulación política responde a una estructura social y esta a los intereses y expectativas de los individuos. Pero el lenguaje de la política y los hechos que lo acompañan se han reducido a un esquema rudimentario que puede resumirse en los balbuceos de un patio de jardín de infancia: quítate tú para que me ponga yo, y tú más, seño, este me ha quitado la donut, que viene el coco… Este es el lenguaje de signos en el que están enzarzados los gallos del corral español. La política y sus mecanismos clásicos (elecciones, moción de censura, etcétera) se han convertido en una empresa descoyuntada e imposible. La razón es que los patrones en los que opera ya no responden a la estructura social existente. Hace una década, se produjeron dos hechos, socioeconómico y político, respectivamente, que en una mirada superficial parecían contradictorios pero que han resultado mutuamente simbióticos. La crisis financiera global se interpretó como el fracaso del capitalismo, pero fue aprovechado por los capos de las finanzas internacionales y sus políticos subalternos para reforzar y mejorar sus posiciones. Nunca como en esta década el capital ha sido tan osado en la consecución de sus objetivos, tan despiadado con la sociedad, tan desdeñoso con las instituciones, y nunca ha obtenido tantos beneficios en tan poco tiempo, hasta el punto de que ha destruido la sociedad organizada y su expresión política en el último medio siglo. El estado del bienestar se ha transmutado en estado de derecho, que se traduce por ocupar el puente de mando para hacer del derecho un instrumento de los intereses del capital. La política es hoy un golpe de estado permanente.
Si aceptamos que los independentistas catalanes han perpetrado un golpe de estado contra la integridad territorial de la nación, ¿por qué no habremos de convenir que es también un golpe de estado contra la fortaleza fiscal de la nación la estrategia del pepé, dirigida primero, bajo don Aznar, a la privatización del patrimonio y de los servicios públicos y el saqueo de sus beneficios, y luego, bajo don Rajoy, al empobrecimiento de las clases trabajadoras para que paguen los efectos de este desafuero? Hay una lógica lineal y perfectamente visible entre la acción de la ex alcaldesa del pepé doña Botella a favor de los llamados fondos buitre (¿hay alguno que no lo sea?), el encarecimiento de la vivienda, la desesperación de los inquilinos y los desahucios de los morosos. Si es populismo el mensaje de don Iglesias, ¿por qué no habría de ser populismo el aumento transitorio de las pensiones decretado por don Rajoy para acallar las protestas de los jubilados o la proliferante y verbosa españolidad en la que medra don Rivera? El populismo no es una política, es el signo de este tiempo en que la sociedad manifiesta su existencia a través de quejas sectoriales o identitarias. El armazón está en el desguace. Destruida la sociedad, fracturado el demos, impotente la política, vivimos tiempos inciertos y medrosos. Como nuestros ancestros consultaban el augurio o invocaban al santo del lugar, nosotros escrutamos la pantalla del edificio de la bolsa para ver si el índice sube o baja y si la prima de riesgo – la palas atenea de la ciudad global- se muestra complacida o airada, y si su ira es evidente, damos otro golpe de estado. Es lo que ha hecho el presidente de la república en Italia al imponer un primer ministro antiguo funcionario del efeemei, vale decir, miembro del colegio sacerdotal del dinero, contra el acuerdo de los que han ganado las elecciones. Y si las elecciones no sirven ni para poner un jefe de gobierno, ¿para qué coño sirve la democracia? Esta pregunta ya se la hicieron los europeos en los años treinta del pasado siglo. La buena noticia en relación con aquel periodo es que hoy está descartado el factor militar, o eso parece, por ahora.
El golpe de estado permanente que vivimos es un cruce 3.0 de Curzio Malaparte y León Trotsky y su víctima más conspicua es la socialdemocracia, el intento histórico más sofisticado que se conoce para embridar la codicia del capital y mantener bajo control la respuesta de la sociedad. Ahora, ni puede sujetar al capital ni representa a la sociedad. Esto explica el aire zombi de don Sánchez, surgido de la cripta donde lo tenían recluido sus camaradas y ancestros y resuelto a llegar a la presidencia del gobierno, literalmente por la cara. Un fantasma dispuesto a conquistar el mundo, hasta que alguien pulse el interruptor y se encienda la luz. Por si acaso, los dueños del castillo ya han sacado a pasear a los demás ectoplasmas de la familia, sus antepasados (don Bono, don Ibarra, don Guerra, etcétera), dispuestos a amargarle a don Sánchez la intentona. Y es que nada temen más los muertos que el desalojo del sarcófago donde quieren reposar para toda la eternidad.