La generación que ahora pugna por la conquista del poder no tiene menos edad que la que tuvieron sus predecesores en análogo trance hace cuarenta años. Tampoco está menos preparada, ni mucho menos, como acredita la distancia en el uso de idiomas extranjeros que separa a don Sánchez de don Rajoy. ¿Por qué, pues, el objetivo resulta ahora menos accesible? La llamada transición quedó estampada en la conciencia colectiva como una epopeya brava, lineal y cumplida, bien que muy desmejorada por la historia a estas alturas. Sin embargo, el relevo generacional actual, que aún no tiene nombre, está resultando una comedia de enredo, prolija y tortuosa. Bien es cierto que ahora no existe el imperativo de cambio de régimen por extinción biológica, como ocurrió entonces, y que es más fácil de describir el paso de una dictadura a una democracia que de una democracia pretecnológica a otra democracia 3.0. Lo pataleos contra la transición a los que se entrega a menudo la generación joven no les van a servir de nada, excepto para expresar su propia frustración. En esas estamos ahora, y quizá valga la pena examinar algunos rasgos del paisaje, digamos estos tres:

Ideología. La transición del setenta y ocho fue un tránsito desde una sociedad híper ideologizada, congelada en los símbolos y discursos de los años cuarenta, a una desideologización absoluta, consecuencia del deshielo político. Sin saberlo entonces, vivíamos en el reinado de la postmodernidad donde todo es relativo y líquido. Don Suárez se sacudió la camisa azul el víspera de declararse demócrata y don González jamás fue ni siquiera socialdemócrata. Los que más tardaron en desembarazarse del armazón ideológico fueron los perdedores, franquistas y comunistas de pura cepa. Ahora estamos en una situación simétrica a la que asistimos desde el otro lado del espejo. Los partidos emergentes, cuyos fundadores y militantes se han criado en una sopa desideologizada, necesitan una ideología para darse soporte, y esta búsqueda, sin precedentes desde hace cuatro décadas y hecha a ciegas, lejos de robustecer sus respectivos proyectos, los debilita. La ideología como estorbo. Podemos ha sido o ha parecido ser, populista, comunista, peronista, socialdemócrata, etcétera. A su turno, ciudadanos, ha fungido de liberal, socialdemócrata, reformista y nacional-populista con ribetes joseantonianos. Esta búsqueda ideológica que debe servir para dar sentido al proyecto y cohesionar las políticas y a la masa de votantes ha estado espoleada por intereses tácticos y ha tenido un efecto nefasto: rupturas internas, errores estratégicos y, a la postre, un papel subsidiario de los viejos partidos de la transición, que, a pesar de su notorio desgaste, siguen al mando del tinglado.

Espacio. La transición del setenta y ocho se hizo cuando el estado-nación formado en el siglo diecinueve aún conservaba su estructura y su función, lo que quiere decir que los cambios tenían la dimensión del estado y dependían por completo de las fuerzas internas. En el exterior se limitaban a vigilar el proceso y, en su caso, a favorecer de manera cautelosa y discreta a tal o cual fuerza de su conveniencia. Ahora el estado es manifiestamente incompetente para las tareas que tiene asignadas, desde la fiscalidad a la defensa. La llamada crisis de los refugiados es el ejemplo más notorio ahora mismo. Se quiera o no, la unióneuropea  es una entidad supraestatal operativa y titular de derechos y funciones que antes eran del estado. Que no esté fundada sobre la coacción constitucional  (término de moda que identifica a los estados miembros) sino sobre el acuerdo diplomático es una debilidad  solo aparente, pues nada se puede hacer en el seno de la unión sin el beneplácito de la unión. Que se lo pregunten a los independentistas catalanes. La paradoja reside en que para cualquier cambio se requieren alianzas supranacionales que los partidos nacionales no están en condiciones de llevar a cabo más allá de las coincidencias que puedan encontrar en los parlamentos y órganos deliberativos de la unión. Esto exige un trabajo de nuevo cuño que consume muchas energías políticas y que es casi invisible para la ciudadanía, y si el pueblo no lo ve, no puede manifestarse sobre ello. De nuevo el ejemplo de Cataluña es pertinente.

Sociedad. Aquella transición también tuvo lugar en el curso de una crisis económica de dimensiones análogas a la que padecemos ahora. Fue la llamada crisis del petróleo del setenta y tres: alta inflación, baja productividad, carestía de la vida, etcétera; quizá el único rasgo diferente era el empleo. Las tasas de paro eran insignificantes, comparadas con las actuales. De hecho, el paro empezó a ser el principal problema de los españoles a medida que se implementaban medidas de superación de la crisis porque entrábamos en una economía en que las nuevas tecnologías garantizaban un aumento de la productividad y de las rentas del capital con menor mano de obra, mucha de la cual era, y es, irrecuperable. Entonces, la consolidación del nuevo régimen democrático exigió un previo acuerdo de las fuerzas del capital y del trabajo –los llamados pactos de la Moncloa-, que, más allá del juicio que merezcan a historiadores y politólogos, su reedición es hoy imposible porque el capital ha adquirido una libertad operacional y de movimientos inimaginable hace cuarenta años y el proletariado, identificable como la clasea obrera industrial, ha sido sustituida por el diifuso, aunque no menos real, precariado. Una vez más, el ejemplo de Cataluña y la fuga de empresas ante la amenaza de la independencia es pertinente porque Cataluña representa el esfuerzo más importante y mejor articulado (lo que tampoco es decir mucho) realizado hasta ahora por transformar la realidad creada por los autores de la transición, en este caso don Pujol, el padre de la familia feliz y próspera, y don Roca, el abogado de la infanta pringada.

Las autodenominadas fuerzas del cambio van a tener que hacer un esfuerzo que por ahora no han hecho para dejar una huella en la historia que pueda distinguirse y equipararse a la que ha dejado la generación precedente.