La vida pública alumbra metáforas que trepidan nerviosamente durante un periodo breve de tiempo con la pretensión de descifrar la clave de la situación antes de desaparecer en el olvido. ¿Quién sabe lo que quería decir Felipe González cuando puso de moda aquello de abrir el melón o Aznar con aquello de hablar catalán en la intimidad?  Estos clichés tienen tres rasgos distintivos: a) son escasamente imaginativos, b) tienen un carácter encubridor más que esclarecedor de la verdad, y c) son impotentes para explicar los hechos. Sin embargo, son adoptadas con prontitud por los agentes del foro público –políticos y periodistas- que los repiten hasta que agotan sus virtualidades y hay que ir a por otra. La metáfora de moda estos días es la cloaca. Suena bien y parece que describe un estado de cosas que ha llegado como una pestilencia mefítica a la pituitaria de la ciudadanía. La grabaciones del comisario Villarejo son como esos chismes que usan los adeptos al ocultismo para descubrir psicofonías, y las voces que les son dadas a oír al público revelan el fantasma o el avatar extraterrestre de políticos, jueces, fiscales, empresarios y policías, gente que, a la luz diurna, tiene entidad real, dni en regla, oficio conocido, familia y demás atributos que caracterizan a un ciudadano probo y legal.

A la vista de las voces que aparecen en las grabaciones diríase que la cloaca es a cielo abierto y los personajes concernidos juguetean en ella con el afán que apreciamos en los niños de un arrabal de alguna remota ciudad tercermundista. Los niños que juegan en el cauce de la mierda lo hacen con la inocencia de quien sabe que no tiene otro horizonte para sus juegos ni paras sus vidas. Están ahí para siempre, junto a su casa, en el arroyo, de modo que discernir entre lo limpio y lo sucio, lo claro y lo oscuro, lo bueno y lo malo, constituye un ejercicio moral imposible. Las psicofonías de Villarejo están teñidas de esta inocencia. Políticos, jueces, empresarios y demás chapotean alegremente con la seguridad de que no tienen, ni quieren tener, otro horizonte vital. Están en lo alto de la pirámide y saben lo duro que sería bajar unos escalones hacia donde habita el común. Los niños del arrabal tienen el mismo dilema: salir de su callejón significaría embarcarse en una patera para, quizá, morir ahogado en el mar o bajo la porra de un policía xenófobo en tierra. Así que unos y otros siguen chapoteando en el medio que les resulta más familiar y acogedor. Para la ciudadanía la sorpresa radica en el descubrimiento de que las cloacas no están bajo sus pies sino sobre sus cabezas.