Quedan invitados a indagar en el significado de dos palabras nunca oídas (al menos por este escribidor), tan inquietantes como lo fue la palabra golem en el siglo XVI. La primera es un término decimonónico que conserva intacta su carga semántica; la segunda es una apelación al futuro, aún virtual. Ándense con ojo porque rondan alrededor de su zona de confort.

Polaquerías. La corrupción es una lacra endémica de este país desde que entró en la modernidad. Diríase que España no puede avanzar en la historia sin el lubricante que proporciona al engranaje la bosta de la corrupción. El fenómeno es tan ostentoso y temprano que llamó la atención del mismísimo Karl Marx. Un preboste del cogollito español de la época,  Juan Valera, escritor y político de vitola, reconoció la derrota, algo de polaquería va siendo un requisito indispensable, una calidad ingénita de todo partido español porque cada partido tiene su proletariado de levita. La palabra polaquería debía ser inteligible y pertinente a la situación por la autoridad del orador que así definía los chanchullos de la caja b y las redes clientelares de la época pero no ha quedado registrada en ningún diccionario de uso. Sí en cambio su presumible étimo, el verbo polaquear, un americanismo que el diccionario rae define como, dicho de una persona: vender algo de casa en casa, generalmente a crédito. La justificación del verbo era, al parecer, que este oficio de venta ambulante y presunta usura lo ejercían polacos, es decir, extranjeros de lengua extraña. El nexo del comercio con la xenofobia es muy antiguo en las sociedades tradicionales de base agraria y se dio también en la madre patria. Durante el periodo en que Marx asistía con estupor a la corrupción española, los castellanos quietistas llamaban polacos a los catalanes dinámicos, cuyo arquetipo era el viajante de comercio. El mote aún permanece en el memorial de agravios del independentismo catalán y se airea en programas televisivos de entretenimiento para su parroquia. Pero lo cierto es que los catalanes han dejado el comercio al menudeo y están a otra cosa, a lo grande.

Blockchains. La imposibilidad de una independencia real les ha llevado a trabajar en otra virtual en la que las pejigueras del referéndum, la negociación con unos y otros, las resoluciones del parlamento que no dejan contento a nadie y todos esos trámites que hemos experimentado sin fortuna sean obviadas en el big data. La república estaría en la nube y la intermediación de la burocracia tradicional (donde se crían las polaquerías) sería sustituida por blockchains, un término del futuro que, si hemos entendido bien, describe redes nodulares que sustituyen a las instituciones en una especie de democracia horizontal que se regula a sí misma. Adiós, pues, al gobierno, a las oficinas de hacienda, a los bancos, a las multas de tráfico y demás servidumbres impuestas por la atrasada españa. La libre circulación de datos hará que la república sea de los usuarios y esté disponible en todas partes y en ninguna. Chúpate esa, madrit, manda ahora a la guardia civil, a ver qué encuentra y a quién va a llevar ante el juez Llarena.

Y así discurre la historia entre castellanos y catalanes, entre polaquerías y blockchains, entre grasientas realidades y ensoñaciones aladas, sobre las que zumba el revoloteo de las palabras en busca de significado.