Los seres humanos nacemos desnudos e inermes y duraríamos poco vivos si no nos envolvieran desde el primer instante en el rebozo de la tradición. El paso del estado de naturaleza al de civilización se da a través de la tradición, cuyo primer vestigio lo encontramos en la cuna. Lo mismo le ocurre a nuestra trémula democracia, que, a pesar de ser un artefacto talludo de cuarenta años, aún necesita de la tradición que se impuso el día de su nacimiento. Los partidos/padrinos del tinglado han celebrado el enésimo bautizo del poder judicial a la tradicional manera, no importa la indignación que despierte ni los anhelos de reforma que alienten en la ciudadanía. Tantos jueces para ti, tantos para mí y el presidente tuyo. Apretón de manos. Los jueces que gobiernan a los jueces llevan, entre los abalorios que esmaltan la toga, la insignia del partido que los ha propuesto en régimen binario: tantos conservadores, tantos progresistas. Ni siquiera representan el pluralismo político de la sociedad, ni necesariamente las exigibles cualidades de mérito y capacidad. Mientras se dedican a tareas menudas de curso ordinario, a cargo de los rangos inferiores, los jueces operan como si fueran independientes pero en el vértice de la pirámide forman una asociación simbiótica con los otros dos poderes del estado. Hay una poderosa razón para que sea así: jueces y juezas son el camión escoba de los detritos que expelen los poderes legislativo y ejecutivo. Bajo sus impresionantes togas hay una planta depuradora: la última ratio del proceso productivo de las decisiones políticas.

Y en este rol no solo  entienden de acciones concretas atribuibles a individuos concretos sino que juzgan procesos políticos, sociales y económicos que sientan en el banquillo a miles, millones de personas. Dos ejemplos aún no archivados: el proceso independentista catalán y la tributación de las hipotecas. ¿Cómo podemos esperar que el poder judicial sea independiente en casos como estos?, ¿qué significa aquí la independencia? Toda forma de patriotismo, o de ciudadanía, si se quiere, remite a un determinado patrón que está instalado en la imaginación colectiva. En este país, el país que hemos conocido y en el que hemos vivido y vivimos, sabemos que la justicia está al servicio del estado, no del justiciable. Tendemos a creer que  es una herencia de la dictadura, ahora que el franquismo nos parece más vivo que nunca, pero quizá sea fruto de que la sociedad no da más de sí. Y tal vez no sea tan malo, después de todo.