Biblioteca Pública de Barañáin-María Luisa Elío.

(Octubre-noviembre 2018)

Nadine Gordimer, Toni Morrison, Elfriede Jelinek, Alice Munro y Svetlana Alexiévich proceden de países y experiencias vitales muy diferentes, y también lo son sus puntos de vista sobre el mundo que describen y sus estilos literarios; las cinco comparten el hecho de haber vivido una misma época, que es también la nuestra, y una condición común: la de ser mujer. También tienen en común la distinción del Premio Nóbel de Literatura. En las obras que se examinarán en este ciclo de lecturas encontraremos la experiencia de las mujeres contadas por mujeres en contextos trágicos de dimensión universal, como la guerra o la segregación racial, pero también en el aprendizaje cotidiano de la vida, en la familia, en la calle, en la profesión.

Cuando la Biblioteca Pública de Barañáin decidió organizar un breve ciclo de lecturas literarias, la idea de dedicarlo a grandes escritoras fue inmediata y espontánea. Este año ha sido el de la gran manifestación del feminismo, un movimiento que viene desde los principios de la modernidad, pero que ha sido ahora cuando ha adquirido una visibilidad universal y una presencia ineludible. Este es el año en el que la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie  leyó en la Feria Internacional del Libro de Fráncfort el manifiesto Todos deberíamos ser feministas. Es un movimiento histórico que exige examinar sus orígenes, sus antecedentes, de dónde procede la corriente que nos empuja y en la que remamos hacia una sociedad mejor. La literatura es un campo privilegiado para esta indagación. Intentaremos justificar por qué con una historia literaria.

Ulises, el Odiseo homérico, es quizás el mayor héroe literario de nuestra cultura. El que mejor representa el azar de la existencia y las estratagemas que despliega el ser humano para dejar de ser un extranjero en su propio mundo, para superar la derrota, para volver al hogar, por último. Pues bien, todo este gran ciclo histórico y cultural de casi tres mil años, que va desde el siglo VIII a. C., en los albores de la literatura escrita, hasta el final del siglo XX, al término de la era de la imprenta, está asentado sobre el silencio impuesto a las mujeres.

El canto primero de la Odisea  de Homero tiene lugar en la casa de Ulises en Ítaca y es una presentación de la epopeya que vendrá a continuación. El aedo empieza a relatar el difícil retorno de Ulises a su patria a un puñado de varones ociosos que le escuchan, formado por el propio hijo del héroe, Telémaco, y los pretendientes de su madre, Penélope, que están esperando la confirmación de que esta se ha quedado viuda para desposarla y apropiarse del reino de Ítaca. La historia que cuenta el poeta complace al joven Telémaco, que se ve reflejado en las aventuras de su padre, y complace también a los pretendientes porque esperan que el héroe no sobreviva a las asechanzas del viaje de retorno. “El aedo famoso cantaba y sentados alrededor los demás en silencio le oían; narraba el regreso desastroso de Ilión que a los dánaos impuso Atenea”, dice Homero. Pero el cuento irrita a Penélope, que desde el piso de arriba de la casa oye el recitado del poeta mientras espera el retorno de su amado esposo, así que baja al atrio donde están los hombres y espeta al cantor: “otras muchas leyendas conoces de guerreros y dioses, que hechizan las mentes humanas; entona una de ellas pero corta ese canto desdichado que me roe el corazón en el pecho, pues en mí como en nadie se ceba un dolor sin olvido, que tal es el esposo al que añoro en perpetuo recuerdo, cuya fama ha llenado la Hélade”. Entonces, Telémaco se encara a su madre: “¿Por qué, oh madre, le impides al hábil aedo que trate de agradar como el genio le inspire? Tú vete a tus habitaciones de nuevo y atiende a tus propias labores, al telar y a la rueca; el hablar les compete a los hombres y entre todos a mí, porque tengo el poder de la casa”.

Y así empezó la literatura occidental, con la orden de un insolente imberbe a su madre para que cierre el pico, se recluya en su cuarto, se dedique a sus labores (un término que ha figurado en el dni de las mujeres hasta hace pocos años) y deje hablar a los hombres, pues hablar el público, urdir historias y discursos, es su exclusiva competencia.

Tres mil años después de esta escena, el escritor irlandés James Joyce recrea la Odisea en la figura de un ciudadano dublinés llamado Harold Bloom cuya aventura consiste en un dilatado deambular por las calles de su ciudad el dieciséis de junio de 1904. El Ulises de Joyce es la gran novela que de alguna manera cierra el ciclo épico de la aventura del hombre occidental. En ella, la epopeya homérica queda reducida a las rutinas cotidianas de un urbanita corriente, sin relevancia alguna, pero los capítulos de la novela sirven para reconstruir a través del lenguaje la historia de la humanidad que nació con Homero. En esta novela, como en la epopeya griega, las mujeres tienen un papel accidental, secundario, y una de ellas, Molly Bloom, la esposa del protagonista, permanece como Penélope en casa esperando a que el héroe vuelva de su aventura. Esta permanecerá muda durante toda la epopeya después de que su hijo le mandara callar, sin más expresividad que la que le da el obsesivo vaivén de tejer y destejer el velo, convertido en su destino hasta que su vida sea rescatada por el retorno de Ulises. Joyce, por el contrario, dará voz a Molly Bloom en el último capítulo de su novela y lo hará con un protagonismo absoluto, si bien muy particular. Lo que oímos (leemos) de Molly Bloom no es un discurso articulado, sino un monólogo interior, el silente flujo de la conciencia en la duermevela, mientras espera en la cama a su marido, un torrente inconexo a la vez que incontenible de recuerdos, imágenes, deseos, lamentaciones, promesas, obsesiones, materiales ígneos, en fin, de un volcán ocluido desde el origen de los tiempos; en cierta forma, este monólogo de Molly Bloom es una de las más potentes manifestaciones de la condición humana y por ende de la condición femenina que se hayan escrito nunca.

El Ulises de Joyce inaugura el mundo que vivimos, conocemos e imaginamos, en el que la condición social de las mujeres ha registrado cambios revolucionarios durante el siglo pasado y en lo que llevamos de este. En este ciclo de lecturas vamos a ocuparnos de cómo algunas escritoras de rango mayor han experimentado y descrito estas mutaciones hasta la situación actual. Las mujeres han creado y contado historias desde el primer balbuceo del lenguaje y han sido ellas las encargadas de forjar en primer término nuestra conciencia a través de los cuentos infantiles. No es casualidad que la contadora de cuentos más portentosa de todos los tiempos sea una mujer, si bien ficticia, Scherezade, y tampoco es casualidad que la imaginación que le atribuye quien inventó al personaje fuera dictada por la necesidad de huir de la muerte cierta que habría de infligirle un hombre, su interlocutor. La literatura como escudo frente a la violencia machista. La palabra contra la muerte y el olvido. Históricamente, la literatura que podía atribuirse a mujeres era oral y muy pocas excepciones a esta regla pueden contarse, y menos aún que hayan sobrevivido a la memoria, no porque no hubiera literatura escrita por mujeres sino porque fue preterida y condenada al olvido desde el primer momento. La literatura escrita y publicada por mujeres surge y se desarrolla, lentamente, en Europa a medida que avanza la modernidad del mundo burgués  y se crean ciertos alvéolos sociales –por ejemplo, los conventos hispánicos de monjas, los salones franceses del XVIII o las mansiones rurales inglesas del XIX- en los que, sin dejar de ser ámbitos privados, unas pocas escritoras obtienen cierto reconocimiento público en círculos que pueden ser más o menos amplios pero que siempre son restringidos y localizados. Para que las escritoras alcanzaran una presencia pública notoria y universal, si bien no paritaria ni mucho menos mayoritaria por ahora, fueron necesarios procesos históricos que están implícitos en los temas que tratará este ciclo de lecturas y que incluyen la universalización de la educación y el consiguiente aumento de los índices de lectura, con los cambios políticos consiguientes, y eso no ha ocurrido hasta bien entrado el siglo XX, si bien con desigual fortuna según los países.

A fines del siglo pasado la visibilidad de las mujeres en el espacio público era un hecho, incluso en los ámbitos más conservadores y más férreamente ocupados (y defendidos) por los hombres, como son las corporaciones profesionales, la academia, la judicatura, la investigación científica, etcétera,  donde el trabajo es altamente cualificado y lleva el nombre propio de sus autores. En resumen, instituciones donde aún resuena con fuerza el eco de la voz de Telémaco a su madre: Tú, cállate y vuelve a tus labores, que el hablar compete a los hombres. Una de estas instituciones que constituyen los últimos baluartes del poder masculino es el Premio Nóbel. ¿Por qué hemos elegido a ganadoras de este galardón para el ciclo de lecturas?

El Premio Nóbel es un criterio de calidad literaria tan arbitrario como cualquiera otro. La literatura se valora en primer término por el placer que produce su lectura, por su capacidad para internarnos en aspectos inéditos o poco conocidos de la experiencia humana y, por último, por su duración en el tiempo, que significa que muchas personas de sucesivas generaciones encuentran placer y provecho en su lectura. Ninguna de estas cualidades está garantizada por la concesión del Premio Nóbel, que no es más que el reconocimiento de un restringido grupo de personas que forman la academia que lo otorga a un escritor o escritora por el conjunto de su obra. Las razones para la concesión son variables, discutibles y efímeras, por lo que el premio tiene un alto componente de apuesta. Hay premios Nóbel cuya obra conserva una vigencia universal mucho tiempo después de haberlo recibido y otros que son olvidados al día siguiente del anuncio de la concesión. Este año ha quedado vacante sin que se hayan estremecido las columnas de la cultura. Si hemos optado por este criterio para la selección de lecturas es por dos razones principales. Una, porque desde los años ochenta del siglo pasado se ha registrado una presencia creciente de escritoras en la nómina del premio Nóbel, si bien aún minoritaria, lo que es un reflejo del estado de las conquistas sociales y culturales  de las mujeres. Y dos, porque el premio garantiza un cierto nivel de calidad literaria para reflejar universos propios e irrepetibles pues, a la postre, la lectura es el diálogo entre dos individuos: un escritor –una escritora, en este caso- y un lector o lectora.