La pianista, Elfriede Jelinek

Elfriede Jelinek (Murzzuschig, Estiria, Austria, 1946). Hija de padre y madre vieneses de clase acomodada; es nieta de Emil Jelinek, el fundador de la empresa de automóviles Mercedes.  Estudió composición musical, se diplomó en el conservatorio de Viena, y a la par de sus estudios musicales realizó cursos de teatro e historia del arte. Desde 1975 en que publicó su novela Los amantes, de gran éxito, se ha dedicado a la literatura y tiene una extensa bibliografía que incluye poesía, novela, teatro, libretos de ópera y guiones para el cine y la televisión. Fue miembro del partido comunista austriaco entre 1974 y 1991.

La Academia de Suecia le otorgó el premio Nóbel de Literatura en 2004 por  «el flujo musical de voces y contravoces en sus novelas y obras de teatro». y «el extraordinario celo lingüístico» que «revelan lo absurdo de los clichés de la sociedad y su subyugante poder». Por primera vez en la historia del Nóbel, la concesión del premio estuvo salpicada por una polémica interna de la academia, a resultas de la cual dimitió el académico Knut Ahnlund en protesta por la concesión. El dimisionario argumentó: ”El premio Nobel del año pasado no solo ha causado un daño irreparable a todas las fuerzas progresistas, sino que ha confundido la visión general de la literatura como arte», y describió la obra como “una masa de texto sin el menor rastro de estructura artística» para preguntarse si los académicos habían leído alguno de los 23 libros de la galardonada. A su vez, Jelinek reaccionó con sorpresa por lo inesperado del premio y declaró que no quería que Austria se aprovechase de él.

Es una escritora ácida y dura con la realidad que refleja en sus obras, la sociedad austriaca, que a su juicio está dominada por los valores hipócritas de una clase media con ínfulas sociales y culturales e incapaz de superar su pasado nazi. Pero también es una observadora muy perspicaz y expresiva de algunos de los resortes más desapacibles del comportamiento humano, capaz de poner en evidencia sin contemplaciones mecanismos de dominanción y dependencia donde la generalidad ve comportamientos plenamente normalizados. El carácter revulsivo de la obra de Jelinek se ilustra por la pregunta que el candidato presidencial de extrema derecha, Jörg Haider, hacía en sus mítines de la campaña electoral de 1995: “¿A usted le gusta Jelinek, o el arte y la cultura?”. La autora se declara feminista y las mujeres son a menudo protagonistas de su obra, como en la novela que comentamos en este ciclo, lo que no significa que no sean objeto de su descarnada mirada. El teatro de Jelinek se conoció en España en 2004 a través de tres piezas dedicadas, respectivamente, a las figuras de Jackie Kennedy, Clara Schumann, y las escritoras Sylvia Plath e Ingeborg Bachmann, todas ellas mujeres de gran talento y personalidad, que vivieron en circunstancias dominadas por una fuerte y opresiva presencia masculina. A raíz de la concesión del Nóbel declaró: Este es uno de los temas más importantes para mí,  los valores patriarcales, lo fálico en la cultura, el dominio de los hombres. En la casa, el dominio de la mujer puede también ser opresor. Pero los códigos de valores están hechos por hombres. Acabo de leer que «esta vez una mujer ha ganado el premio». Pero no debería siquiera sorprender, porque más de la mitad de los escritores son mujeres, y mucho más de la mitad de los lectores. ¿Por qué es algo raro que una mujer reciba el Premio Nobel?

El lenguaje literario de Jelinek es desafiante y a menudo procaz pero a la vez sutil y analítico. Como dijo de sí misma: “Nadie logrará hacerme renunciar a mis bromas estúpidas, a mi tono desengañado, ni siquiera por la fuerza; bueno, quizá por la fuerza. Cuando yo quiero decir algo, lo digo como quiero. Al menos quiero darme ese gusto, aunque no consiga nada más, aunque no logre ningún eco”.  La pianista (1983) es quizá su novela más conocida y exitosa. El crítico Alberto Manguel la sitúa entre las mejores novelas eróticas de la literatura y el cineasta también austriaco Michael Haneke realizó en 2011 una versión cinematográfica de la novela con el mismo título, protagonizada por la actriz francesa Isabelle Huppert.

La pianista Erika Kohout está en la mitad de la treintena y su vida está dominada por su absorbente e implacable madre en un ambiente pequeño burgués pautado de normas de etiqueta social y aquejado de carencias de todo tipo, económicas y sexuales, entre las más notorias. La madre, obsesa del medro social y económico, quiere conservar a la hija consigo porque representa su única fuente de ingresos y para no quedar sola en su vejez, y la protege y aisla so pretexto de preservar su excelencia interpretativa, que la realidad desmiente pues no ha podido llegar más que a profesora de piano y a dar algunos conciertos de cámara en veladas privadas. El asfixiante control materno, que apenas deja resquicio a una mínima autonomía de la hija, desarrolla en esta un comportamiento huidizo y tortuoso que se desliza hacia el voyerismo y el autocastigo sexual, primero, y más adelante a una relación sádico-masoquista con un inmaduro alumno del conservatorio, que la acosa y quiere conquistarla para demostrarse su hombría. En la segunda parte de la novela, la pianista decide asumir el reto del cortejo más bien zafio y brutal a que le somete el alumno porque en realidad lo necesita, así que le plantea una relación de dominación que el muchacho no esperaba y que le humilla porque otorga la iniciativa a la aparentemente sumisa víctima. Este fracaso de la relación despierta reacciones agresivas en ambos amantes. Al joven lo lleva a desahogarse mediante del recurso de agredir a Erika y a una especie de autoinmolación, que en realidad es la apoteosis de su impotencia, en la que se masturba ante la casa donde viven el pianista y su madre. Erika, a su vez, alimenta una oscura e incierta venganza, acude al conservatorio armada con un cuchillo dirigido a su amante que finalmente usa contra sí misma.

“Mira desde el calabozo de su cuerpo”. La protagonista siente la prisión de su cuerpo, incapaz de responder a los estímulos emocionales que recibe del exterior. Una suerte de extrañeza, y la correspondiente curiosidad, guía sus impulsos más íntimos y las acciones más oscuras. Se mutila con hojas de afeitar no para dañarse sino para sentir una respuesta del cuerpo; se entrega al voyerismo en espectáculos eróticos para descubrir qué es lo que los hombres buscan en el cuerpo de las bailarinas; espía a los amantes ocasionales en el parque para saber qué es el amor y cómo funciona. Cuando, finalmente, decide entregarse al estudiante como un mero objeto, atada e inerme como un paquete, no lo hace de manera pasional sino que lo sugiere por carta, fríamente, y exigiendo preservar su cabeza y sus manos de la previsible brutalidad de su dominador, y lo hace así porque lo que verdaderamente desea es facilitar el acto amoroso y experimentarlo a sabiendas de que es incapaz de provocarlo y de disfrutarlo.

“Un país en el que reina la barbarie cultural”. La música, que es la profesión de la protagonista y la representación más sublime, no solo del arte sino de la escala social en el medio vienés de la novela, es presentada como una actividad frustrante e impostada, en gran medida mecánica y sobre todo incapaz de proporcionar el objetivo de sublimación de los anhelos humanos que se atribuye al disfrute musical. Erika es talentosa y exigente pero su carrera está detenida en su puesto de profesora del conservatorio. La música se convierte también en una cárcel de la que intenta romper sus muros de manera bárbara, muy física y en último extremo delictiva. En cierta ocasión, sube al tranvía cargada con instrumentos de cuerda en sus estuches y utiliza estos bultos para abrirse paso a empujones y golpes contra los usuarios; en otro momento, lesiona la mano de una joven y prometedora pianista (mete en el bolsillo de su gabán los cristales afilados de una copa rota deliberadamente para este fin) con el objeto de impedirle ejecutar el concierto en el que ella le sustituirá. En los dos casos, Erika utiliza la música y sus instrumentos como armas para afirmarse en un entorno que ella percibe como opresivo.

“El cerrojo hace un clic nítido y se abren las puertas al mundo gris y terrible del amor maternal”. Erika y su madre mantienen una relación intensa, viscosa, jalonada de episodios de violencia pero a la postre indestructible. La madre descansa pesadamente en su hija, a la que intenta convertir en la realización de sus sueños, económicos en primer término pero también de ascenso social y de gratificación existencial. La hija, a su vez, vive esta relación, ora como una cárcel de la que quiere huir, ora como un engorro al que querría domeñar, sin que consiga, ni en el fondo lo intente siquiera, librarse de ella. La enorme presión que ejerce su madre sobre sus deseos más elementales, como comprarse ropa, que la madre no duda en destruir, la empuja a la cleptomanía; roba, pero también espía a una joven alumna que viste como ella desearía hacerlo y destruye su reputación al descubrir que consigue el dinero que gasta en ropa prostituyéndose, por lo que la denuncia a la dirección del conservatorio. El mal en Erika nunca traspasa las convenciones burguesas de su clase y es fruto de la impotencia, de la presión que sobre ella ejercen las constricciones en las que vive.

“Uno y otro sexo quieren siempre algo radicalmente opuesto”. Los hombres flotan como sombras alrededor de Erika. Solo dos emergen de la bruma en la que el género masculino está sumido: el padre y el joven amante, ya mencionado. El primero, deficiente mental, tiene una aparición episódica en el recuerdo de Erika de cuando fue ingresado en un asilo al que ella y su madre le condujeron en la furgoneta del carnicero del barrio, como un canal de bovino, y donde moriría abandonado. La escena da ocasión a una admirable descripción de sentimientos contradictorios y desgarradores que dominan a Erika para quien el hombre es un ser radicalmente inútil y ajeno. Walter Klemmer es el segundo personaje masculino de la historia, un estudiante del conservatorio que intenta conquistarla y con el que Erika tendrá una tortuosa relación que articula la segunda parte de la novela. Las pulsiones del estudiante y sus carencias están descritas con precisión clínica. Es un chico necesitado de gratificar su virilidad y apuntalar su inseguridad, tiene fantasías onanistas y a la vez que intenta conquistar a Erika se quiere convencer de que es demasiado vieja y vulgar para él.  Por eso se siente desconcertado primero y contrariado después cuando la profesora le propone por carta entregarse a él atada de pies y manos. En la oferta hay intelectualismo en la forma y despiste en el fondo, y una falta absoluta de espontaneidad y pasión. Necesita ternura pero no sabe cómo expresarlo y él le responde con furia y golpes. El encuentro es imposible; él se masturba, ella se autolesiona. Hay que dar la razón al crítico Alberto Manguel, mencionado más arriba, de que Erika y Walter componen una de las historias eróticas más sutiles y fascinantes en su vulgaridad que acaso se hayan escrito nunca.