La vida de las mujeres, Alice Munro

Alice Ann Munro, (Wingham, Ontario, Canadá, 1931) es una excepcional escritora de relatos cortos a la que en 2013 le fue otorgado el Premio Nóbel de Literatura por su magisterio en este difícil género literario, y por la claridad de su prosa y su realismo psicológico. Empezó a escribir cuentos y a enviarlos a la CBC, la emisora de radio nacional donde se leían (y pagaban) los textos de escritores nacionales. Munro es parte del grupo de escritores —Margaret Atwood, Graeme Gibson, Denis Lee, Alice Munro y algunos pocos más—que se consideran fundadores de la literatura canadiense en inglés. El genio literario de Munro fue reconocido desde su primer libro, Dance of the Happy Shades, que obtuvo el mayor galardón literario del país, el Premio del Gobernador General. A partir de esa publicación inicial, todos sus libros, sin excepción, fueron aclamados por la crítica, tanto en Canadá como en el resto del mundo anglófono, y en alguna ocasión ha sido equiparada con Chejov, el maestro absoluto del género.

El escenario y los personajes de sus relatos son con pocas excepciones los del entorno físico de la escritora, en la región de la provincia de Ontario de la que es oriunda y donde pasó su infancia y juventud. Una tierra de agricultores inmigrantes, escoceses e irlandeses principalmente, cuyas pequeñas comunidades trabajan duro y se rigen por principios firmes y sencillos que les otorgan una rusticidad solo aparente pues el lector más alejado de este entorno encuentra en estas historias ecos de su propia experiencia. No estamos ante una escritora costumbrista ni tampoco ante alguien que utilice una historia local para ilustrar sobre un mito universal. Lo que produce la lectura de la obra de Munro es algo más misterioso y gratificante: una espontánea empatía, una suerte de fraternidad del lector con la historia que está leyendo,  que nunca presenta rasgos extravagantes o asombrosos, ni tampoco tópicos.

La vida de las mujeres, la obra que comentamos en este ciclo, la escribió en 1971 y es su segundo título, que le valió reconocimiento internacional y en su país su primer premio (luego lo recibiría más veces)  de los libreros canadienses. No es una novela propiamente dicha sino un ramillete de relatos, que pueden ser leídos por separado, en el típico universo rural de la autora. Lo que hilvana estos cuentos es la narradora y protagonista de todos ellos, la joven Del Jordan, que a la vez que relata los azares e historias que se producen a su alrededor da noticia indirecta de su crecimiento como ser humano. De un relato a otro, el lector descubre a la familia, los vecinos, las amigas, la religión, la escuela, en resumen, el mundo en el que Del descubre la vida y forja su carácter.

Los relatos parten siempre de una observación directa y circunstancial, de detalle, y mediante asociaciones memorísticas se urde una historia abocada a una reflexión general: una suerte de principio moral, que nunca tiene un valor absoluto, sino que se nos ofrece matizado por el peso de la realidad. La costumbre se ve asaltada por lo inesperado e insólito, y hasta los acontecimientos más nimios son objeto de asombro. La vida es aquello que nos ocurre, tiene las coloraciones del drama y de la comedia, pero en todo caso resulta irreversible. Munro lo cuenta con precisión y ligereza, y deja en el lector la huella de lo que es a la vez pasajero e indeleble. Memoria y desmemoria pugnan en el relato para componer una realidad suspendida en el tiempo, en el que personajes y lectores estamos atrapados. La destreza de la autora nos lleva al interior de la historia, donde compartimos la zozobra de los personajes. Entramos en sus casas, en sus hábitos, en sus manías, y los acompañamos en sus decisiones y justificaciones. Los pobladores de los cuentos de Munro son gente corriente, sin impostura, diríase que primitiva en un entorno asilvestrado, pero también guiados por una austera moral dedicada a poner orden donde amenaza el caos.

Los mejores autores de relatos cortos, a cuya estirpe pertenece Alice Munro, escriben como si el relato ya estuviera ahí y solo tuvieran que desvelarlo con las palabras, como un arqueólogo desvela los vestigios de formas de vida que ocurrieron en otro tiempo y reconstruye con ellos la historia. Los datos aportados por la excavación memorística son precisos y relacionados unos con otros terminan por ofrecer una realidad coherente y, sin embargo, también oscura, elusiva. La disciplina metódica del arqueólogo, basada en la observación precisa del material disponible y en la limpieza de la ganga que envuelve los objetos significativos,  es una exigencia científica; en el escritor es una opción de estilo, que mimetiza este método para construir también una “verdad”. Esta disciplina en la escritura la popularizó Hemingway con el nombre de teoría o técnica del iceberg, según la cual en la página solo resulta explícita una pequeña parte de las historia, la más superficial; el resto, que es la mayor parte de la materia del relato, permanece oculta bajo la superficie de la prosa y el lector está obligado a reconocerla a través de las pistas que se le dan. Esto obliga a una lectura atenta porque el autor concentra la mayor cantidad de información posible en el menor número de palabras. De su maestría en el manejo de esta economía verbal depende la calidad del relato.

La depuración de lo accidental hace que de cualquier materia se pueda extraer un buen relato, si el autor es lo bastante hábil. De un paisaje anodino, una comunidad pueblerina y unos personajes corrientes y sin ínfulas se pueden destilar magníficos cuentos, como demuestra Munro. La razón es que la condición humana, que es la materia prístina de la literatura, es igual en todas partes y en toda circunstancia, tan interesante aquí como en cualquier otro lugar, si se sabe ver y contar. Lo que buscamos en una buena ficción son reflejos verídicos de la condición humana y lo que se exige a un narrador es que sepa descubrirla. En el cuento, al contrario que en la novela, el autor debe tener armada la historia antes de ponerse a escribir porque en este caso la escritura consiste en depurar la prosa para conseguir la mayor concisión. Un relato corto es como un diamante: duro, irisdiscente y cerrado en sí mismo. Así son los cuentos de Alice Munro.

P.S. Alice Munro falleció el 13 de mayo de 2024, y el 7 de julio su hija Andrea Robin Skinner hizo público que había sido víctima de abusos sexuales de su padrastro, Gerald Fremlin, segundo marido de la escritora, con el que esta se había casado después de su divorcio de Jim Munro. Andrea tenía nueve años, cuando, según su testimonio, empezaron los abusos en 1976, y se repitieron cuando la niña y su padrastro quedaban solos durante las visitas que Andrea hacía a su madre, hasta que el pedófilo perdió interés por la niña cuando esta dejó de serlo. Alice Munro lo supo porque en 1992 se lo reveló por carta su hija, pero encubrió a su marido y siguió a su lado hasta la muerte de este en 2013, el mismo año en que la escritora recibió el Premio Nóbel. Jim Munro, que lo supo tempranamente por su hija tampoco hizo nada para evitar enfrentarse a la escritora. Fremlin reconoció los hechos pero acusó a la niña de invadir su dormitorio en busca de aventuras sexuales; no obstante, los abusos fueron probados en sede judicial y Gerald Fremlin fue condenado a dos años de cárcel sin que por eso la escritora dejara de permanecer a su lado.

Los abusos se prolongaron en el tiempo lo suficiente para ser el cadáver en el armario de la familia Munro, y ahora su conocimiento público ha tenido un irreparable efecto en la reputación de la obra literaria de la premio Nóbel.  Una parte de su numeroso y entregado público ha decidido cancelarla, como se dice ahora. La escritora española Rosa Montero lo afirma así: los textos de Alice Munro siguen siendo sin duda igual de buenos, pero me va a ser muy difícil volver a leerla. La norteamericana Joyce Carol Oates comentó en las redes sociales, si has leído la ficción de Munro a lo largo de los años, verás cuántas veces los hombres son valorizados, perdonados, alcahueteados: parece haber un sentido de resignación. La también escritora Joyce Mainard aceptó la veracidad de las confesiones de Andrea Skinner pero añadió, no cesaré de admirar y estudiar la obra de Alice Munro.