Una reciente relectura de algunos cuentos de J. D Salinger y la coincidencia de una emisión en la tele de una película biográfica sobre el escritor han devuelto a la memoria esta nota, escrita en 2004, sobre el autor de El guardián entre el centeno y su caprichosa y dañina relación con la entonces joven Joyce Maynard. La lectura de las memorias de esta escritora (Mi verdad, ed. Circe 2000) fue una exigencia para complementar el conocimiento sobre Salinger en la ocasión de que su famosa novela fuera materia del taller de lectura que se celebró en Civican ese año. La publicación de esta nota es un homenaje al valor de esta mujer en el año que termina hoy, en el que la libertad de las mujeres ha sido nota más relevante y políticamente más significativa de la agenda pública.

Joyce Maynard es una escritora y periodista de éxito, que en este libro intenta no sólo contar su biografía sino extraer de ella lo que tiene de significativo en relación con las mujeres de su generación. Éste es, prácticamente, el tema central y casi único de su obra. Hija de una pareja de clase media culta y de profesiones académicas, Joyce Maynard fue una escritora precoz y muy dotada, que formó parte del primer grupo de mujeres que ingresó en Yale, y que, siendo estudiante de esta universidad, a los 18 años, registró un éxito clamoroso  con la publicación el 23 de abril de 1972 de un artículo en New York Times Magazine titulado “Una chica de dieciocho años contempla la vida”. Después escribiría un libro de memorias tempranas, sobre los jóvenes de su generación, titulado Looking back, que también resultaría un gran éxito de ventas y, entre otras obras,  es autora también de la novela To die for que sirvió de base a la película titulada en España Todo por un sueño, interpretada por Nicole Kidman.

Pero fue el primer artículo mencionado el que le acarreó por primera vez a Joyce Maynard un aluvión de felicitaciones, entre las que llegó en el correo la de J. D. Salinger. Los testimonios disponibles indican que el divorciado Salinger no renunciaba a seducir jovencitas desde su severo retiro de Cornish, ora llamándoles por teléfono si eran por ejemplo presentadoras de televisión a las que había visto en alguno de los programas a los que era aficionado, o escribiéndoles si llegaba a conocerlas por alguna de las publicaciones que compraba en el supermercado del pueblo cercano. No era improbable que la jovencita aludida quedara atrapada por la seducción que emanaba del escritor más admirado por los jóvenes de Estados Unidos. Así ocurrió, en todo caso, con Joyce Maynard. Cruzaron una correspondencia equívoca que cada uno interpretó de acuerdo con sus deseos y, en un momento dado, Joyce, completamente enamorada, se trasladó a la casa de Cornish. La situación era un dislate. Salinger tenía 53 años y dos hijos, la mayor de los cuales era casi de la edad de la nueva amante de su padre; Joyce tenía apenas 18, y carecía de experiencia sexual. Era, además, una muchacha dependiente de la fuerte personalidad de sus padres, anoréxica e insegura. Cuando intentaron consumar el acto sexual no fue posible porque Joyce padecía, creyó padecer, una infección vaginal.

Salinger aparece como un personaje reconcentrado y egolátrico, ensimismado en extravagantes rutinas alimentarias, homeopáticas y misticoides, que se decepcionó casi de inmediato de su conquista. Pero Joyce estaba intensamente enamorada de él y se desvivió en el intento de ser correspondida. El desencuentro se produjo en todos los ámbitos de la relación. La frustración sexual de Salinger le llevó a mostrarse hosco en el trato cotidiano y despectivo con aquello que al principio había dicho admirar de Joyce: su destreza como escritora. De añadidura, temía que las relaciones de su amante con editores y medios de comunicación para la publicación de sus libros amenazaran su aislamiento. Sin un ápice de rencor, aunque también sin contemplaciones y con una admirable voluntad de objetividad en la descripción de los hechos, Joyce Maynard  narra los detalles, a menudo nimios, pero siempre punzantes, del infierno vivido  junto a Salinger por aquella chica apenas salida de la adolescencia que leyó por primera vez El guardián entre el centeno para explicarse el comportamiento de su amante.

El desencadenante o el pretexto de la ruptura es el deseo de maternidad de Joyce, que Salinger rechaza. En el invierno de 1973, la pareja va de vacaciones con los hijos de Salinger a Daytona (Florida) y allí el escritor despide a su amante y la obliga a volver a la casa de New Hampshire, recoger sus pertenencias y desaparecer de su vida. El breve periodo que Joyce Maynard vivió con Salinger fue el episodio pasional central de su biografía. Desde ese momento, el relato es el de una mujer que tiene que reconstruir su vida sin dejar de luchar contra el recuerdo del escritor.  

El personaje que traza Joyce Maynard de sí misma es contradictorio y muy vivo: una mujer exitosa en su profesión de periodista y escritora, que sin embargo arrastra una dependencia afectiva nunca satisfecha en sus relaciones con los demás. Su carácter es una mezcla de determinación y anhelo, competencia e impremeditación, entrega y aislamiento. La presunta vaginitis que malogró la relación con Salinger la cura el primer hombre al que se entrega después de dejar al escritor. Luego, su biografía posterior aparece definida por una sucesión de éxitos profesionales jalonados de dificultades en su vida familiar. El amor de su marido, posterior a Salinger, y la crianza de sus hijos, constituyen sus preocupaciones centrales, y aparecen entreverados de las incidencias de la relación con sus padres y su hermana, que son los otros personajes alrededor de los cuales orbita la vida afectiva de la autora. Joyce Maynard es una escritora especializada en sí misma y en esta autobiografía somete al examen de los lectores sus circunstancias más íntimas, y lo hace con una prosa de extraordinaria plasticidad y recursos de una buena narradora. El relato se sigue con fluidez, aunque no todos los episodios tienen el mismo interés y algunos son anecdóticos e insignificantes, como corresponde a cualquier biografía, pero las situaciones más desgarradoras, aquéllas que tienen que ver con el imposible acuerdo entre sus necesidades más íntimas de maternidad y las reacciones de los hombres a los que ama o con el declive físico y emocional de sus padres, resultan inolvidables. De alguna manera, y como advierte la autora, esta autobiografía aspira al título de ser la de toda la generación de las mujeres de clase media que se independizaron de sus padres en los años setenta y se creyeron llamadas a cargar sobre los hombros el doble esfuerzo de abrirse camino en el ámbito profesional y de crear una familia contando con la colaboración del hombre que sistemáticamente las dejó solas.

Pero en este libro hay algo literariamente más interesante que este apunte sociológico, por lo demás exacto. La sombra de Salinger, que físicamente ha desaparecido en el segundo tercio del libro, no abandona el relato; diríase, incluso, que éste está dictado hasta la última sílaba por la poderosa y secreta influencia del escritor. El personaje que rescata Joyce Maynard de su biografía lo arranca en realidad de las garras de Salinger. Lo que vemos desarrollarse en estas páginas es a una persona en busca de su propia identidad y ésta sólo puede construirse contra el hombre al que se entregó prematuramente y que le enseñó con su desamor la experiencia de la nada. Cuando conoció a Salinger, Joyce Maynard era apenas un puñado de promesas de felicidad que cultivaba en su fuero interno, alentadas por sus primeros éxitos literarios, el amor de sus padres y su propia carga de autoestima intacta; cuando Salinger la echó de casa había experimentado el fracaso como mujer, como madre, como escritora y, en la medida que había estado sumida en un medio emocionalmente hostil e incomprensible para ella, como persona. Reconstruirse en todas estas facetas fue la tarea de su vida y el tema de este libro.

El reencuentro con Salinger, veinticinco años después de su relación, es la conclusión del relato pero Joyce Maynard llega a él a través de una indagación de tintes casi policíacos. En este punto, el libro abandona las anécdotas y se articula en una narración bien urdida, de acuerdo con la preceptiva clásica. Años atrás, en el curso de una fiesta, la escritora había tenido noticia de una joven, como lo era ella a principios de los setenta, que también recibía cartas de Salinger y, cuando lo supo, se sintió desfallecer bajo el embate de los celos. Había descubierto que en la vida de Salinger hubo “otras”, y entonces, ¿qué había significado ella? Estamos ante el héroe que se interroga sobre su origen para comprender cuál es su destino. Cuando el relato llega a su fin, en 1996, Joyce Maynard, que se ha divorciado de su marido, decide mudarse a California con sus hijos y, como ocurre a menudo en las despedidas, surge la necesidad de repasar el pasado para cerciorarse, por última vez, de que no nos guarda ninguna sorpresa y que las cosas fueron tal como las ha sedimentado el tiempo. Así que decide buscar a la muchacha que se carteaba con Salinger y de la que supo en aquella fiesta; localiza a la mujer que le dio la noticia, la cual le cuenta con mayor detalle lo que sabe del encuentro de Salinger con la chica, que más tarde se casó con un tal Mike. Busca luego y encuentra a Mike, que ya se ha divorciado de la chica, la cual le abandonó en realidad un día de Acción de Gracias y de cuyo paradero actual no sabe más que un número de apartado de correos en una localidad de Vermont, cercana a New Hampshire.  Aquí se interrumpe la pista de la chica que se carteó con Salinger. Luego, Joyce va a Washington para consultar las cartas de Salinger en la Biblioteca del Congreso y, por último, se dirige a New Hampshire, habla con algunos vecinos y amigos del pueblo donde tuvo su primera casa propia y donde vivió con su marido, a noventa kilómetros de la casa de Salinger. Charla con su amiga Peggy y descubre “con ojos nuevos” el incidente que impidió que consumara el coito con Salinger: “Antes veía esa incapacidad mía como algo terrible, un hecho trágico de mi juventud. Por primera vez veo la situación con ojos nuevos. Mi cuerpo quiso ponerme sobre aviso. Nadie, ni mi madre, ni mis amigos, ni mi profesor, me dijeron que me andara [sic, en la traducción española, pag. 432] con tiento, que aquello no estaba bien. Pero mi cuerpo le negó el acceso”.

Reconciliada con la herida que ha supurado durante veinticinco años y confortada por la interpretación que ha obtenido del lejano mensaje de su cuerpo,  Joyce Maynard se dirige a la casa de Salinger, pero antes aún se entrevistará con algunos viejos amigos de la zona que le ponen en antecedentes de los numerosos escarceos amorosos del escritor que siguieron a su ruptura con ella, uno de los cuales sumió a la víctima en una depresión memorable, y le cuentan que ahora está casado de nuevo. Por fin, llega a la casa de Salinger y encuentra en el porche a su nueva esposa que el lector ya ha comprendido que es la chica de la que supo que se carteaba con él y que abandonó a Mike el día de Acción de Gracias: Colleen O’Neill.

Joyce Maynard evoca la soledad, la angustia y la determinación que presidieron sus partos unos instantes antes de que aparezca Salinger en el porche de la casa, y recuerda que éste le sugirió que empleara la jaculatoria respiratoria de los budistas cuando se sintiera en apuros: Om. El encuentro entre ambos hace saltar chipas. Las palabras del escritor están dictadas por la sorpresa, la contrariedad, la ira, el desprecio, que se suceden sin solución de continuidad, pero Joyce ha ido a obtener una respuesta: ¿Qué razón tenía yo en tu vida?, le pregunta. Salinger titubea, no considera que esa pregunta deba ser contestada y de pronto comprende y contraataca: ¿estás escribiendo un libro? Pero Joyce no se deja atrapar: Soy escritora y estoy escribiendo siempre, responde. Has hecho carrera con la chismografía, le espeta él. No me avergüenzo de mi trabajo, me esfuerzo en ser una escritora sincera, replica ella. Salinger recurre a la pólvora del sarcasmo: “Ja, siempre has tenido una idea rimbombante de tu talento”. Pero la salva se estrella contra una armadura: “Nunca me había tomado en serio como escritora hasta que tú me dijiste que lo era”, replica ella. “Tú, tú, tú….”, tartamudea Salinger al que le han abandonado las palabras, hasta que en algún lugar olvidado de su cerebro encuentra una jeremiada, él, que tanto ha denostado de las expresiones estereotipadas: “El problema que tienes, Joyce, es… que amas… el mundo”. Joyce ha vencido: “Sí”, le dice con una sonrisa, “amo el mundo. Y he tenido tres hijos que también aman el mundo”. Y una última media verónica para cerrar la faena: “Quiero decirte adiós, Jerry”. “No te oigo bien”, es la última réplica de Salinger.

La sutil venganza que contiene esta escena radica en que muestra, con los recursos narrativos de un culebrón televisivo, la última aparición pública de un escritor exquisito y autoexigente, que ha cultivado hasta la paranoia su despectiva soledad. En el porche de la casa de campo de Cornish se desarrolló una corta y encarnizada batalla entre la cultura high brow y la cultura popular, entre el arte y la vida, y venció esta última. Admiraremos incansablemente El guardián entre el centeno pero el hombre que un día escribió esta joya se ha convertido en un viejo ridículo, enfundado en su bata de estar en casa, al que todo el armazón de su existencia no puede librar de la venganza de una mujer despechada veinticinco años antes, que se ha construido una vida con el solo aparente propósito de decirle al viejo que un día la sedujo y la abandonó: Quiero decirte adiós, Jerry. Y el viejo, que no puede soportar el inesperado cambio de roles, le responde con característica impertinencia: No te oigo bien. Es decir, eso no está en el guión, eso no es lo que corresponde.

En algún momento de estas memorias, Joyce Maynard afirma que estuvo seleccionada para protagonizar El exorcista, antes de que dieran el papel a Linda Blair. Sea cierta o no, la anécdota es pertinente porque el exorcismo, en todo caso, llegó al fin.