El ágora ha sido una conquista de la civilización. El ámbito privado y el público estaban clara y severamente separados, y el paso del primero al segundo estaba reglado por normas de toda clase, indumentarias, de lenguaje y de etiqueta. Había un traje de domingo, y una asignatura escolar llamada urbanidad impartía a los párvulos instrucciones de comportamiento para cuando estaban fuera de su casa y la autoridad paterna estaba mediatizada por una norma superior. El mal comportamiento de un infante en el espacio público era apercibido por un anuncio de punición: ya verás cuándo lleguemos a casa, porque la falta era pública pero el castigo privado. Estas barreras han desaparecido. Todavía puedo experimentar el malestar que me produjo la evidencia de que el tratamiento de usted había sido abolido en el trato entre personas con la que no nos une ninguna familiaridad. Fue en una entrevista periodística a un cacique local en los albores del régimen del setenta y ocho al que comencé a tratarle de usted tal como había aprendido de doña Asunción en las escuelas del Ave María, cuando el pájaro me espetó: trátame de tú, no seas tan serio, que estamos en democracia. Aquel tipo no podía comprender que el tratamiento de usted no era tanto un signo de deferencia hacia su insigne y después corrupta persona cuanto una señal de que yo no pertenecía a su mundo, ni maldita la gana. Después de la camaradería democrática vinieron las redes sociales y el tuteo mutó en regüeldo. En esas estamos y hay una acertada expresión para definir este estado de cosas: ir con la chorra al aire.
De esta guisa ha comparecido un sedicente humorista, ataviado de intelectual voxiano, vale decir, de señorito andaluz, que ha emitido un vídeo en el que desea la muerte del presidente del gobierno a través de la carta a los reyes magos de un niño convertido en mensajero del odio. Sin complejos, como díría el otro. El pepé ha hecho suyo el mensaje como felicitación de año nuevo, antes de ponerse de perfil. Yo no he sido es el primero de los tres artículos del sucinto código de responsabilidad social de Homer y Bart Simpson aplicado a este caso por la portavoz del partido de don Casado. El humorista, a su turno, ha comentado desdeñosamente que no hay que dramatizar un chiste y ha instado a sus followers para que le sigan en el canal correspondiente. He aquí los ingredientes del nuevo mundo, en el que ya estamos: un presunto humorista -un valtonyk de ultraderecha que como su predecesor de ultraizquierda no tiene maldita la gracia pero que tendrá más suerte penal que aquél- confunde el humor con el cuñadismo, otra expresión de este tiempo; una masa invisible pero cuantificable de seguidores, espontáneos, frenéticos e irresponsables, que forman en las redes la nueva opinión pública, y un partido político, dizque constitucionalista, enterrado hasta la cintura en el sumidero fascista. Tirarse pedos en la comida familiar, cuanto más sonoros y malolientes mejor, se ha convertido no solo en un aclamado hábito social sino en una respetable forma de argumentación política, amparada por la libertad de expresión. Por este procedimiento llegó Trump a la Casa Blanca, así que sus imitadores no deben perder la esperanza. Entonces podrán nombrar al humorista Ignacio de la Puerta ministro de cultura.