¿Qué hace que una sucesión de decisiones racionales adoptadas de acuerdo con escrupulosos procedimientos formales destinados a preservar la decisión de la incidencia de agentes perturbadores termine en el caos? He aquí una pregunta para la que no hay respuesta. Se habla a menudo de la desafección de la población hacia sus instituciones representativas pero se habla menos de la desafección de las propias instituciones hacia la realidad que están obligadas a conformar. Los grandes temas de la agenda pública se manifiestan mediante un rosario de acontecimientos ininteligibles y cháchara explicativa cuyo efecto inmediato es la desafección. Todo el mundo quiere estar en otra parte y una mezcla de confusión, irresponsabilidad e ira se adueña de la plaza pública. Los británicos no quieren estar en la unioneuropea pero no quieren salir abruptamente de ella y tampoco aceptan el acuerdo de salida firmado por su gobierno ni quieren repetir el referéndum y, por no querer, tampoco quieren cambiar al gobierno. Pero, ¿de verdad hay tanto caos o es una apariencia?
Este escribidor es de los que han creído que Reino Unido no abandonará la ué y en algún punto del proceso se alcanzará un enjuague gatopardesco entre las partes para que todo siga igual pareciendo que todo ha cambiado. De momento, empieza a hacerse audible la posibilidad de que el plazo de conclusión del brexit podría prolongarse más allá del término legal fijado para el próximo veintinueve de marzo. La razón de esta expectativa es aplicable al malogrado prusés catalán. Los secesionistas, ya sean británicos o catalanes, carecen de fuerza para culminar con éxito sus respectivas intentonas unilateralistas, que así formuladas son suicidas, pero, a su vez, la contraparte tampoco quedaría indemne en cualquier caso. Así que unos y otros están conformes en que hay que cambiar de alguna manera las reglas del juego (el acuerdo conseguido por doña May es un ejemplo tentativo y todo indica que insuficiente), si bien, para reiniciar el sistema es preciso que antes colapse.
Las derechas que vienen liderando este proceso histórico -también en Cataluña, donde el independentismo no hubiera medrado de la forma que lo ha hecho sin la participación de la derecha catalanista convergente– han descubierto que para reiniciar el juego antes es necesario dar una buena patada al tablero. En el fondo de todos estos movimientos secesionistas están los temores y fantasmas de las llamadas clases medias, a la que aún no ha llegado el flagelo de la crisis pero al que ven como una amenaza cercana. Los conservadores británicos quieren mantener la unión aduanera y las fronteras abiertas para bienes y finanzas pero no para personas. Los independentistas catalanes quieren tener no solo el control de su dinero sino el dominio de su población a la que muy bien podrían separar en dos grupos en los que se limitara la ciudadanía a uno de ellos. ¿Y en Andalucía? La tendencia es la misma con dos matices. El cambio aún está en fase incipiente y, al ser más débil la identidad regional y más dependiente la economía, se manifiesta en forma de nacionalismo estatal: transferir las decisiones a Madrid, como hará el nuevo gobierno, significa reforzar a la oligarquía centralista y despojar a la población andaluza de autonomía sobre su destino. En todos estos casos, y también en los que se producen en otros países de tendencia brexitina , como Italia, Hungría o Polonia, el adversario designado como señuelo de guerra para compactar el movimiento es el mismo: los inmigrantes, los últimos llegados, si consiguen llegar, al banquete donde cada vez hay menos platos y las raciones son más escasas. Y si la cosa no funciona, siempre está el comodín de Rusia.