No es la primera vez que un converso sube al púlpito y predica con gran aceptación y júbilo al mismo público que años antes le hubiera azotado, desorejado y exhibido en el rollo. Los conversos tienen una especial aureola de santidad entre nuestra derecha, sin duda por la matriz católica de sus creencias. San Pablo, el organizador del cristianismo, fue converso, y Pío Moa, el historiador favorito de la extrema derecha en el periodo aznárida, empezó su carrera académica como terrorista de extrema izquierda pistola en mano. Jon Juaristi, otro intelectual aznárida de vitola, venía de la niebla abertzale, de la que supo emanciparse a tiempo para que no empañara una brillante carrera posterior bajo la luz de la meseta. Este escribidor tuvo ocasión de asistir a la predicación de otro converso excelso, que ocupa en el orden neoliberal que nos envuelve un trono análogo al que ocupó Saulo de Tarso en la iglesia primitiva. Fue hace unos años, cuando las autoridades de esta provincia invitaron a don Vargas Llosa a recitar la lección inaugural de los cursos de verano de la universidad. El acto se celebró en un llamado patio isabelino y la lección fue una inanidad olvidable canturreada por la melodiosa prosodia de orador. Este oyente estaba rodeado por una buena porción de fachas que en algún momento de su pasado no hubieran dudado en colgar de un pino al invitado. Don Vargas aceptó con exquisita cortesía la obsequiosa hospitalidad de sus anfitriones y él, esforzado liberal, pasó unos días de vacaciones a mesa y mantel con cargo a la hacienda pública, a la que desprecia tanto que no le reconoce las deudas que con ella tiene contraídas.
No todas las conversiones son bruscas y proactivas. Don Guerra, el saintjust azote de la derecha al que los descamisados de la transición jaleaban al grito de ¡Alfonso, dales caña!, dormitó durante veintitantos años en su mullido escaño del congreso y cuando abrió los ojos para jubilarse miró alrededor y vio que el mundo había cambiado tanto que él pensaba igual que sus adversarios de antaño, y escribió un libro –La España en la creo– para dejar testimonio de su fe, que acaba de presentar en el congreso donde ha recibido de las bancadas de la derecha el merecido homenaje al hijo pródigo. Don Guerra llegó a la política procedente del teatro en tándem con don Felipe y fue un personaje notorio y pinturero, que parecía más socialista que nadie, con predicamento en la organización del partido pero que nunca pintó gran cosa en el gobierno criptoliberal de su amigo don Felipe, del que hubo de apartarse a causa de uno de los primeros episodios de corrupción, protagonizado por su hermano Juan, de esta interminable e infame historia de la política española. El recibimiento deparado a don Guerra y su libro en el congreso da noticia de la enorme fuerza de la revolución conservadora, que ha fagocitado la herencia felipista y a quienes la forjaron, convertidos en máscaras congeladas en el tiempo. El cambio de bando exige que el mutante pruebe su nueva lealtad y don Guerra ha cumplido el trámite. Dio caña a quienes su público esperaba que diera caña y alguno de los mandobles que despachó con el característico sarcasmo del que sabe que el público lo agradecerá fue contra el secretario general de su partido y presidente del gobierno, al que no tiene en ninguna estima. Menos mal que don Sánchez se considera a sí mismo un experto en resistencia. Más le vale.