Les contaré una historia de abuelocebolleta o, como se dice ahora, del régimen del 78. Un vecino, compañero de juventud en andadas y quedadas, se afilió al pesoe a principios de los ochenta e instigó a sus amigos a imitar su conducta con un contundente grito de guerra: ¡hay cargos, hay cargos! El pesoe de la época fue la inesperada tierra prometida para peregrinos sin oficio ni beneficio. En la remota provincia subpirenaica no había socialistas y el partido regional había sido pergeñado poco tiempo atrás por dos curas en ejercicio canónico, que celebraban misa por la mañana y cuidaban la grey de la política por la tarde. Los votantes del tsunami felipista recompensaron a los dos curas con algunos cargos de relumbrón. El vecino se arrimó a uno de estos curas, que al poco sería presidente del gobierno regional y a su sombra llegó, en efecto, a ocupar algún cargo subalterno en el tinglado institucional, con tan mala suerte que el amigo presidente resultó corrupto –uno de los primeros de la proliferante fauna que ha parasitado nuestra gloriosa democracia- y dio con sus huesos en la cárcel.
El pesoe perdió el gobierno pero la derecha que vendría a sustituirlo y gobernaría la provincia durante las siguientes décadas tuvo la pericia de garantizarse la sumisión de los maltrechos socialistas por el procedimiento de alojar los pecios del naufragio en la gran barrera de coral de sus redes clientelares. De este modo, libró a los beneficiados de la indigencia y de la vergüenza, que siempre van juntas; desde entonces, la agrupación del pesoe en esta provincia es un fósil o un zombi, según se prefiera. El vecino, convertido en un socialista de clases pasivas, aceptó encantado su destino y durante dos décadas y pico disfrutó de algunas mamandurrias en el aparato burocrático del departamento de educación, su covachuela natural, por decirlo así, ya que era maestro, si bien jamás manchó sus dedos con el polvo de la tiza. En este desempeño le tocó representar a la administración regional en las labores de cierta oenegé de ayuda humanitaria a los campamentos saharauis en Argelia. Los viajes al desierto de Tinduf debieron convencerle de que era un paladín de la causa saharaui y, cuando don Zapatero hizo cierta declaración, de cuyo detalle no quiero acordarme, a favor del gobierno de Marruecos, el vecino decidió romper el carné del partido en el que había militado durante tanto y cuanto, etcétera, porque su secretario general había traicionado a los saharauis, y lo proclamó bien alto, mediante una carta a la prensa, para que todo el mundo supiera de su gallardía y firmeza de convicciones. Lo que no decía en la carta es que su ostentosa dimisión del partido coincidía con su jubilación como funcionario, y en consecuencia con el final de los viajes pagados rollo Lawrence de Arabia.
Ha venido la historia del vecino camastrón a la memoria excitada por el estruendoso abandono del pesoe por doña Soraya Rodríguez. También ella tuvo cargos y ha encontrado la lealtad a la causa de españa en el momento justo en que debe dejar el escaño de diputada y la esperanza de recuperarlo en las listas de la sigla en la que ha hecho carrera. El pueblo llano tiene una ocupación y, con suerte, cobra un salario por ello. Los políticos no se ocupan de nada, solo defienden causas y si no les pagan por defender esta, defienden aquella, como en el famoso aforismo de Groucho Marx, pues nada hay más dúctil y maleable que las causas a las que entregamos nuestra lealtad. Tranquiliza saber que doña Rodríguez no se quedará en la calle y la recogerá el camión escoba de ciudadanos, convertido en el refugio de oportunistas y arribistas en busca de una causa a la que ser leal.