La marea de color violeta que inundó las ciudades del país el pasado viernes tiene sin duda numerosas causas que la explican pero podemos apostar a que una de ellas, y no la menos importante, es que se trata del único ítem de la agenda pública que tiene en sus raíces realismo y esperanza. Lo primero porque se basa en hechos inapelablemente contrastados y largamente ocultados y lo segundo porque son tantos y tan dispares los objetivos que se plantea el feminismo que necesita el futuro para verlos cumplidos. Los hombres que nos sumamos a la marea, a menudo sin entender del todo las claves de la movilización, no lo hicimos solo por solidaridad y simpatía con nuestras compañeras e hijas sino también por la necesidad propia de encontrar una respuesta a nuestras dudas y zozobras. La política actual, la de uso corriente, la que vierten sobre nuestras cabezas los telediarios y se enfanga en las redes sociales, carece de realismo y de esperanza. Ni consigue identificar las necesidades profundas de la sociedad, ni es capaz de ofrecer un programa de futuro. Los políticos, todos hombres entre los mandamases, están colgados de la brocha y a las mujeres que participan en esta política convencional no les va mejor. Ellos y ellas parecen encerrados en el corralito de un jardín de infancia del que se han ausentado las cuidadoras y donde las criaturas ensayan toda clase de berridos y tropelías atizándose unos a otros en nombre de impulsos incontrolados y con lenguajes apenas articulados.
La historia, ese tigre que nos lleva, parece haber llegado a un punto en el que las transformaciones y exigencias del mundo que habitamos han desahuciado a la política. Es la famosa desafección hacia las instituciones, incluida la democracia misma, de la que viene hablándose al menos desde hace una década y en la que medra la estrategia trúmpica diseñada para la demolición de lo que queda de la sociedad civil en provecho de un puñado de oligarquías económicas. La liberalización según las leyes del mercado llevada a sus últimas consecuencias es la ley de la selva, que en según qué miradas alberga un orden superior e inmutable. No por casualidad, el único partido que se ha opuesto de forma frontal e inequívoca al ocho-eme y todo lo que significa han sido los voxianos, que tienen entre sus objetivos declarados acabar con el feminismo y, ya puestos, con todo lo que se ha construido después de los famosos cachiporrazos de las Navas de Tolosa. Los demás han intentado convivir o pastelear con el tsunami violeta a duras penas y siempre en el plano retórico. El feminismo es por ahora inmanejable para la política convencional y esa es su fuerza. Veremos en qué forma y hasta qué punto ha de transformarnos a todos/todas.