A este propósito colonial se dirigieron don Abascal y sus valientes con la esperanzada certeza de que encontrarían algunas docenas de indios refractarios a sus intentos de conquista, y así fue.

La introducción del racismo en la agenda política es una herencia, otra más, del legado trúmpico. Vox carece de ideología en el sentido mínimamente serio que se ha venido dando a esta palabra pero tiene un oído muy fino para captar el malestar de la calle y elevarlo al rango de consigna atronadora de hincha de fútbol.

Pablo Iglesias se ha atribuido el papel de tribuno de la plebe y, en alguna medida, el empeño funciona, según las encuestas. En todo caso, esta confusión semántica indica lo mucho que ha retrocedido la izquierda, hasta el punto de tener que ayudarse del lenguaje de Pablito.

En el circo de las elecciones madrileñas se exhiben trapecistas, tragasables, caballistas y payasas; nos faltaba un faquir inmóvil sobre la cama de clavos y ya lo tenemos.

‘Vox’ no es un grano que le haya salido a la derecha sino su célula primigenia, ese antepasado innombrable cuya memoria gravita sobre el linaje familiar, el guardián de las esencias. Es, como se diría en lenguaje épico, la voz de la sangre.